Curiosidades en la historia de los venenos
El químico Daniel Torregrosa recoge de forma amena e interesante historias de envenenados y de envenenadores en un excepcional recorrido por la ciencia y las artes
Si Daniel Torregrosa (Murcia, 1969) ha conseguido encadenar un éxito editorial con otro ha sido por su capacidad para transmitir las verdades y las mentiras de la ciencia y, sobre todo, por ver enjundia digna de análisis y explotación allá donde hasta ahora nadie había prestado sus ojos con tanta atención. Es lo que sucedió con 'Del mito al laboratorio. La inspiración de la mitología en la ciencia' (2018) y 'Química asombrosa' (Pinolia, 2023). Estos días acaba de publicar 'El olor de las almendras amargas' (Menoscuarto, 2024), curiosísimo volumen que, según su editor, José Ángel Zapatero, «recoge de forma amena e interesante una historia sobre los venenos, tanto en la vida real como en la ficción». En efecto, se trata de «un paseo por la ciencia de los venenos y su presencia en el arte y la ficción» que el articulista de LA VERDAD y 'Muy Interesante' ofrece a los lectores «para pasar un buen rato, porque en este libro hay ciencia, historia, literatura, poesía, pintura, música....». Historias de venenos, de envenenados y envenenadores. Porque para Torregrosa «la historia del veneno es, en cierto sentido, la historia de la humanidad». «Un artículo publicado a finales de 2020 en la revista 'Journal of Archaeological Science' exponía, tras el análisis de 445 piezas datadas en la Edad de Piedra, la posibilidad de que en el sur de África se usaron puntas de flecha de hueso envenenadas desde hace 72.000 años. Las sustancias ponzoñosas nos han acompañado durante miles de años y su evolución con un uso criminal ha ido de mano de la ciencia. Aparte de su uso más oscuro», insiste el divulgador científico y químico, «los venenos han sido objeto de investigación en farmacia y medicina, se utilizaron como modelos para el estudio de enfermedades y para su tratamiento. También hay que destacar su presencia en el mundo judicial, desde los inicios de la toxicología forense, pero mucho antes con la 'Lex Cornelia' romana en el siglo I a. C., que promulgó una serie de penas para aquel o aquellos que almacenaran, prepararan o utilizaran venenos».
«Moriríamos antes de asco»
'El olor de las almendras amargas' está lleno de detalles. Empezando por el título. Cuenta Torregrosa que las almendras amargas contienen cantidades significativas de amigdalina, y su toxicidad varía según la concentración. La amigdalina libera un compuesto tóxico, el cianuro de hidrógeno, que en ciertas dosis puede tener efectos letales. «Teniendo en cuenta que las almendras amargas pueden contener entre 200 y 400 mg de cianuro por kilo de materia seca, es evidente que el riesgo que representan solo se materializaría si se consumiera más de un kilo de almendras..., pero de almendras amargas. En caso de que nos intenten asesinar por este medio, moriríamos antes de asco», apunta Torregrosa, vocal de la Real Sociedad Española de Química (sección territorial de Murcia). Cita, por ejemplo, la presencia de almendras amargas en obras de ficción como 'Tormenta de nieve y aroma de almendras', de Camila Läckberg, «donde el personaje de Martin Molin detecta un sutil aroma de almendras amargas, que le indica un posible envenenamiento».
¿Quién no recuerda el cuento de 'Blancanieves' de los hermanos Grimm? «Una reina malvada utiliza una manzana envenenada para intentar matar a su hijastra, Blancanieves», abrevia Torregrosa. «Es un poderoso símbolo visual, porque representa la traición y la muerte. Con su apariencia atractiva pero su contenido letal, la manzana encapsula la idea de que no todo lo que brilla es oro y que el peligro a menudo se esconde bajo una superficie engañosamente atractiva».
Este libro, en realidad, reconoce Torregrosa, sale de dar conferencias sobre venenos. Hace diez años empezó con ello. Inauguró en una ocasión el curso académico de los doctorados de la Facultad de Farmacia y participó en Pamplona Negra hablando sobre química y novela policiaca. ¿Qué cosas suele contar en esas charlas? Muchas de las historias que encontramos ahora impresas en este volumen: «No siempre se han usado los venenos para matar. También para someter. Pero al final si te pasabas con la dosis matabas a la persona. Sobre todo, los venenos se han utilizado para matar y que no te pillen al no dejar rastro. Hasta 1836 -cuando se inventa un aparato capaz de detectar el rastro dejado por el arsénico y su cantidad: el test Marsh- se mataba con veneno y se pensaba que 'le habrá sentado mal la cena...'».
Este libro, de hecho, está dedicado a los catadores de venenos de la antigua Roma, los 'praegustatores', «porque trabajo, desde hace 25 años, en salud y seguridad laboral y los considero ejemplos de accidentes y enfermedades profesionales. Ser un 'praegustator' no era una tarea fácil ni exenta de riesgos. Estos valientes debían enfrentarse a la posibilidad de envenenarse en cada comida, sacrificando su propia seguridad por el bien de su amo. Sin embargo, el cargo también conllevaba ciertos privilegios, como el acceso a los banquetes y la cercanía al poder. Los 'praegustatores' eran una parte importante y muy curiosa de la sociedad romana antigua. La posibilidad de ser envenenado cuando se visitaba a algún amigo, o incluso en nuestra propia casa, debía de ser algo digno de presenciar».
La actividad de los 'praegustatores' ha sido sustituida en el mundo contemporáneo por la seguridad alimentaria. «Esa profesión, por suerte, no existe porque cualquier cosa es segura hoy, no hay posibilidad de que nadie se envenene, y tampoco es fácil conseguir venenos baratos», entiende Torregrosa, que lanza una advertencia inicial al invitar a los lectores a un «curso acelerado de toxicología» de una ciencia «tan compleja y multidisciplinar» como esta: «No practiquen en casa lo que aprendan aquí, hágalo en la casa de otro».
En 'El olor de las almendras amargas' cuenta cosas como que Newton (1642-1727) «dedicó más tiempo a la religión y a la alquimia que a la óptica, la mecánica y las matemáticas» y que el padre de la toxicología como ciencia es menorquín: Mateo Buenaventura Orfila (1787-1853). «La toxicología forense -expone Torregrosa- ha desempeñado un papel crucial en la resolución de casos de envenenamiento, homicidio, suicidio, accidentes y otras circunstancias relacionadas con la toxicidad de las sustancias químicas y los venenos. A medida que avanzaba la ciencia y la tecnología, se desarrollaron métodos más sofisticados para la detección de sustancias tóxicas en el cuerpo, como la espectroscopia y la cromatografía».
Hay venenos animales, vegetales y microbianos, si nos atenemos a su origen; pero también inorgánicos, orgánicos y biotecnológicos, según su clasificación química; o neurotóxicos, hemotóxicos, citotóxicos, cardiotóxicos, nefrotóxicos y gastrointestinales, según los efectos biológicos; y de acción rápida o de acción lenta, según la velocidad de acción.
La química al servicio del mal es aquella con un uso criminal, incide. Un ejemplo son las armas químicas. «Aquí la motivación es superior: hacer el mayor daño posible». Un caso conocido fue el del antiguo miembro de los servicios de inteligencia rusos, Alexander Litvinenko, que murió en Londres en 2006 al poco de ingerir polonio radiactivo 210. «Eso lo que hace es destruirte, estuvo tres semanas consumiéndose prácticamente». En su testamento, Litvinenko acusó a Putin. No fue el primero ni el último. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos culpó en 2021 al Gobierno ruso del envenenamiento de Litvinenko. «La finalidad para la que se utilizan las sustancias tóxicas también ha evolucionado. De la eliminación de rivales políticos, asesinatos pasionales, uso genocida o como agentes en guerras, se ha llegado a un asunto en el que se pretende matar en un grado extremo de crueldad a modo de advertencia, como en el caso de Litvinenko, buscando la máxima eficacia con el menor rastro posible, con los agentes Novichok, aunque con poco éxito, por fortuna. El sueño de un envenenador es el de conseguir una ponzoña que no deje rastro».
Hay menciones químicas o venenosas en conocidas óperas como 'Tristán e Isolda', de Richard Wagner, donde los protagonistas ingieren una poción que les produce la muerte -según algunos autores por síndrome anticolinergénico-, o en 'Lo speziale (Der Apotheker o 'El Boticario'), ópera cómica de Joseph Haydn, de 1768, «donde el aprendiz de boticario exalta las virtudes del ruibarbo [planta con alto contenido en ácido oxálico] y del fresno florido [contiene un extracto dulce en su savia con propiedades similares al ácido oxálico] contra los trastornos gástricos». Haydn conoció, como apunte curioso, a Carl Wilhelm Scheele, descubridor del ácido oxálico, en Suecia.
'El olor de las almendras amargas'
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Autor Daniel Torregrosa
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Editorial Menoscuarto
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Entre el terror y la fascinación Este libro despliega ante nosotros la fascinante y a veces aterradora narrativa de cómo estas sustancias han sido desarrolladas con fines criminales a lo largo de los siglos. Los lectores descubrirán cómo los venenos, tanto en la realidad como en la ficción, no solo han servido para orquestar la caída de reinos e imperios, deshaciéndose de rivales políticos con una eficiencia escalofriante, sino que han marcado sentencias mortales para los disidentes, crímenes pasionales y suicidios colectivos.
El plomo y Beethoven
En el libro de Torregrosa hay mil curiosidades, entre ellas las que hacen referencia a Beethoven, célebre compositor y director de orquesta, fallecido en Viena a los 56 años en 1827 bajo la sospecha fehaciente de haber estado expuesto al plomo a lo largo de su vida, que pudo ser lo que habría agravado otras patologías. «El resto arqueológico más antiguo del que se tiene constancia son unas cuentas de collar metálicas y unos anillos encontrados en el asentamiento neolítico de Çatalhöyük, en la actual Turquía, que datan del año 6400 a. C. En este caso, el plomo se encontraba fundido con otros metales». Ya en el siglo II antes de Cristo, Nicandro describe el cólico y la parálisis que observa entre los envenenados por plomo. Fue Dioscórides quien describe por vez primera la intoxicación por óxido de plomo. Beethoven no fue envenenado en sentido estricto. No fue hasta el siglo XX cuando Clair Cameron Patterson, geoquímico americano, alerta sobre los peligros del plomo. ¡Qué cosas!
Si el arsénico es el rey de los venenos, la aconitina es la reina «por méritos propios». Este alcaloide tóxico producido por distintas especies del género 'Aconitum', llamado acónito o matalobos, ya fue citado por Ovidio («acónitos temibles»), «y es el veneno que Medea ofrece a Teseo en la mitología clásica. Pero su legado se ha perpetuado en otras obras como 'El crimen de lord Arthur Saville' de Oscar Wilde; 'El árbol de la ciencia', de Pío Baroja, y en 'Ulises', de James Joyce, donde el padre de Leopold Bloom usa pastillas de esa sustancia para suicidarse».
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