Comedietas rosas

Espejismos ·

Tal vez lo peor de la propaganda cultural no sea la ocultación de la pobreza, sino la del conflicto

Qué difícil haciendo 'zapping' topar con una peli de John Hughes y no volvérsela a zampar, ¿verdad? Ya tú sabes: John Hughes. 'La chica de ... rosa'. 'Todo en un día', 'El club de los cinco'... Esas pelis americanas de adolescentes donde todo brillaba y el chico conocía a la chica y las cosas siempre acababan bien. No pasa el tiempo, por las pelis de John Hughes. Sobre todo si te las pones ahora, que están de moda los 80 y la chavalada se viste exactamente igual y escucha la misma música que en el Shermer High School, el idílico instituto público ficticio creado por Hughes para ambientar sus películas.

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El otro día me pasó con 'Todo en un día', esa en la que Matthew Broderick se fuma las clases para pasar el día en Chicago con su novia y su coleguilla. Ya estaba yo enganchado perdido y preparado para retrotraerme a mi primera juventud cuando el prota mira a cámara y dice algo como Hoy había examen de Historia. El socialismo europeo. ¿Pero y a mí qué más me da el socialismo europeo? ¿O el fascismo? Pienso que nadie debería creer en ningún ismo. Yo creo en poder comprarme un coche. Ay, Matthew. 'Pa' qué abres la boca, hijo. Cómo voy a poder yo ahora disfrutar de tus aventuras en Ferrari por la ciudad si me has hecho acordarme de la función propagandística del cine de tu país durante los mandatos de Reagan, de cómo la excelente cosecha de películas críticas de la década de los 70 dio paso a un Hollywood belicista y macho con' Rocky', 'Rambo', 'Top Gun', Chuck Norris o 'Amanecer Rojo', y también a las comedietas rosas de evasión donde una Norteamérica idílica de barrios residenciales y vallas de madera pintadas de blanco acogía todo tipo de amoríos desconflictualizados y consumo a cascoporro. O sea: como ahora, pero con hombreras.

Ay, la propaganda. Qué bien entra con un mucho de azúcar. Recuerdo ver aquellos productos, desde el polígono del extrarradio de Murcia en que me crié, como si fueran ciencia-ficción. El piso en que vivía con mi familia era más pequeño que las inmensas habitaciones llenas de juguetes y tecnología en las que castigaban a los personajes de Hughes o Zemeckis, 'Salvados por la campana' o 'Sensación de vivir'. Tardé mucho en comprender que la Norteamérica de la época atravesaba un proceso de desindustrialización salvaje bajo el mando de Ronald Reagan y que, muy cerca de ese Illinois mítico de 'El club de los cinco', ciudades como Detroit llegaron a perder la mitad de su población en medio de una ola de desempleo, marginación y criminalidad más propias de la época de los gángsters. Tardé mucho porque no vi nada de esto por la tele ni en el cine, claro. De gángsters sí vi.

En otro orden de cosas, pero no tan otro, estos días he estado releyendo 'Desencajada', la excelente ópera prima de Margaryta Yakovenko sobre su vida migrada, y he visto dos películas con mucho en común: la iraní 'Un hombre íntegro' y la búlgara 'Destinos'. En las tres historias, Occidente aparece al mismo tiempo como una utopía, como un espejismo y como una trampa: nuestra imagen desde el exterior se contrapone a la realidad de los migrantes una vez aquí, y también entra en juego la sensación de inferioridad de los habitantes de países en vías de desarrollo ante la precariedad y la corrupción de su día a día. Ni la literatura ni el cine de nuestro país han abordado aún con esa profundidad y esa despiadada claridad nuestra experiencia como migrantes, nuestra desigualdad y nuestra corrupción a pesar de las dos décadas de gloria que llevamos. En nuestras ficciones industriales más exitosas, desde 'Elite' o '30 monedas' hasta las últimas pelis de Almodóvar, la sociedad española se muestra tan desconflictualizada, idílica, homogénea y rica como la California de 'Sensación de vivir'. Más falsa que un denario de madera, claro.

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Pero tal vez lo peor de la propaganda cultural no sea la ocultación de la pobreza, sino la del conflicto. Ni una sola vez en las ficciones de masas toman un papel protagonista los sindicatos, partidos o activistas que le ponen freno a ese ismo que Matthew Broderick defendía sin nombrar. La riqueza en Occidente se redistribuye y los servicios públicos se mantienen (todo ello con miles de asteriscos, sí) por ciencia infusa, por nuestra superioridad natural, por una Jauja civilizatoria que nos iguala a todos, como en ese bar de la campaña de Ayuso donde ricos y pobres se encuentran para 'vivir a la madrileña', que es esa Gran Marcha Adelante del trumpismo cañí y la propaganda desaforada. El bar, como el Shermer High School, la Ínsula Barataria o San Junipero, solo está en la cabeza del guionista. Si se me cae un billete de 50 en esa cabeza, no entro a por él ni loco.

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