Siguen pasando los días y en nada se modifica el nuevo perfil humano impuesto por la pandemia con el distanciamiento físico de unos y otros; ... aumenta el control absoluto de nuestras vidas a través de los teléfonos móviles que nos vigilan día y noche; crecen las desigualdades y se desboca el hambre causada por la destrucción del orden económico mundial; el precio de los alimentos básicos ha subido alrededor de un diez por ciento, y sobre todo, se han encendido simultáneamente todas las alarmas al ver cómo los rusos de Putin incendian o roban el grano almacenado en los silos; destruyen y minan plantaciones; y bombardean e inutilizan todas las vías de producción y distribución de los cereales de Ucrania que alimentaban hasta hoy a medio mundo, cuando va la FAO y nos dice que más de ochocientos once millones de seres humanos pasan hambre severa en el mundo. Como estamos en pleno verano voy a permitirme una digresión abriéndole una puerta a la alegoría jocosa, muy del estilo de Gracián y la literatura del siglo de oro, cediéndole el protagonismo a Carpanta.
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Después de nuestra guerra incivil y de una niñez de la que solo recuerdo el hambre, allá en los albores de la segunda mitad del siglo pasado, España despertó al desarrollo como un ciclón y pasó del hambre al pollo asado. Luis Suñer, el gran empresario valenciano de Alcira, creó la mayor granja de pollos de toda Europa, llamada Avidesa. Fue tan grande que hasta Franco fue allí para bendecirla. Allí nacían, engordaban y se desplumaban pollos por cientos de miles. Vivían todos ellos bajo el mismo techo en un rascacielos mastodóntico ubicado sobre una colina. Desapareció el pollo de corral, altanero y solitario, que solo disfrutaban las élites agrarias o del dinero de entonces, y en beneficio del pueblo que pasaba hambre nacieron esos otros pollos, gregarios y enjaulados, sin tierra que pisar, conocedores solo de la luz eléctrica, encendida o apagada según el método preconcebido de genética artificial, pero nunca vieron la luz solar. Desde entonces todos los españoles menos uno comieron pollo. Todos menos uno, digo bien. Ese uno era Carpanta.
Ya al final de la década del 50, el pollo de granja era el símbolo de la abundancia y preferentemente se comía los días festivos. Se consumían millones de pollos vengándose así del hambre pasada durante la terrible postguerra. El personaje ficticio popular de aquellos años se llamaba Carpanta y protagonizaba la historieta más aplaudida del tebeo Pulgarcito. Carpanta, más que un marginado, parecía un estrafalario marqués arruinado. Bajito de figura con prominente nariz, vestido con levita y cabeza cubierta con sombrero canotier, cuello alto con pajarita. Más próximo a Charlot que a Cantinflas en la indumentaria, vivía bajo un puente porque en realidad era un 'sin techo'. Carpanta solo tenía un sueño, comerse él solo un pollo asado entero. Nunca se lo comió. Siempre que estaba a punto de clavarle el diente al pollo asado le salían alas y huía volando, dejando el plato vacío. Me dice mi nieta Aurorita, profesora de Latín y Griego, que José Escobar, el inventor de Carpanta, debió inspirarse en la mitología grecolatina, donde Zeus condena a Tántalo al hambre y la sed por toda la eternidad colgándolo en un árbol cuajado de frutos plantado al pie de un lago de aguas cristalinas. Ahí sigue sin poder comer ni beber.
Es evidente que además del hambre, a Carpanta le fascinaba como un hito inalcanzable la imagen de aquellos pollos gordos y asados de entonces, recién braseados y sin recalentar, dorados y crujientes, pero jugosos y tiernísimos por dentro. Los que se venden hoy en algunos asaderos de pollos nada tienen que ver con los del tiempo de Carpanta, tan sabrosos y atractivos.
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Estos pollos de los que hablo suelen venderse negros como el tizón, con su piel convertida en carbonilla pura; secos y recalentados presentan un más que dudoso aspecto. Carpanta se echaría las manos a la cabeza si viera los de hoy. No se activan inspecciones sanitarias correctoras y continuarán vendiéndolos a pecho descubierto. Seguirán anunciándonos a simple vista qué harán cuando pasen por nuestro estómago, colon, páncreas e hígado. Hablo de pollos achicharrados, pero también lo hago extensivo a otros alimentos, como las tostadas de pan quemado que nos sirven en el desayuno de los bares, y las carnes y pescados cocinados con aceites requemados y recalentados en microondas. Es posible que una o dos veces no ocurra nada, pero sí está demostrado que las carnes demasiado quemadas son nocivas para el organismo e incluso pueden aumentar el riesgo de cáncer, porque al ser sometidas a temperaturas extremas generan automáticamente sustancias perjudiciales para el ser humano, «reconocidas químicamente dentro del grupo de las aminas heterocíclicas y acrilamida».
Todo el 'in crescendo' de este artículo que empezó inocentemente con Carpanta, pollo y hambre, nos lleva a la conclusión final de que todo lo que está ocurriendo en el mundo es culpa de la improvisación e imprevisión en los aspectos básicos &ndashy hasta primarios&ndash que afectan al ser humano. El mundo de hoy está regido por la anarquía más feroz y tiene en su poder la bomba atómica más potente. Esto es lo que quería decirles hoy.
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En este caso de la venta de pollos asados carbonizados me pregunto qué papel juegan la Agencia Internacional de la Investigación del Cáncer, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria, la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición, la Sociedad Española de Oncología, el Programa Nacional de Toxicología, el Gobierno español y sus ministerios competentes en esta materia, las consejerías autonómicas y los ayuntamientos responsabilizados de la vigilancia y corrección de esta tropelía haciendo la vista gorda a todo el proceso de comercialización de los pollos carbonizados. Nada. Mucho ruido y pocas nueces. Y aquí me tienen a mí, soñando igual que Carpanta con comerme algún día un pollo asado, bien dorado, iluminado por esa mágica luz solar del atardecer que todo lo embellece.
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