Atapuerca tiene algo de poblado minero
Los arqueólogos son tipos pacientes y duros que manejan toneladas de piedras hasta hallar la gema de un fósil
Julián Méndez
Lunes, 14 de julio 2014, 22:59
Los arqueólogos llegan a Atapuerca como quien acude a la mina. Silenciosos, en autobús y con el casco en la mano. Decenas de científicos de todas las edades, vestidos con pantalones de campaña, botas de tréking y confortables forros polares, desembarcan todos los días poco antes de las 9 de la mañana frente a la verja que cierra la entrada al yacimiento arqueológico más importante del mundo, el único de nuestro planeta donde puede rastrearse la huella del hombre desde hace 1,3 millones de años hasta nuestros días. Semejante evidencia convierte a este espacio en un paraje singular, una referencia incontestable que es la envidia de medio mundo y ha disparado el interés por la Prehistoria en nuestro país. «Esto es la Meca de la arqueología», apunta Ana Isabel Ortega. «Un lugar único donde estudiar la ocupación humana en el tiempo y en el espacio», remacha.
Cuando uno penetra en este ámbito extraordinario se produce una especie de encogimiento del alma, un temblor de piernas. Aquí dentro está todo: lo que fuimos, lo que somos... y lo que podemos llegar a ser como especie.
El yacimiento es un camino angosto y estrecho excavado en la trinchera del ferrocarril, el sueño del ingeniero británico Richard Preece Williams que surtió de mineral de hierro y carbón a las acerías vizcaínas hacia 1900. Las obras y las voladuras sajaron la tierra y sacaron a la luz las cuevas y galerías por las que transitaron nuestros ancestros, las simas donde acudían a trocear los animales que se despeñaban en los barrancos, las piezas de sílex con que cortaban la carroña o preparaban las pieles, sus propios cuerpos fosilizados y conservados en condiciones excepcionales...
«Esto es la locura. Atapuerca es el yacimiento que está dando la vuelta a la idea que se tenía de la evolución humana. Es un privilegio y un orgullo estar aquí», exclama, entusiasmada, Carolina Cucart, una valenciana de 23 años que gasta grandes gafas de pasta negra que le confieren un inequívoco aire de empollona. Cucart sigue un máster Erasmus Mundus en el Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social que dirige Eudald Carbonell, un gigantón marxista y bienhumorado que gasta salacot y que reconoce que Atapuerca le ha ayudado a conocerse a sí mismo. «Pensaba que el yacimiento iba a ser un viaje al cosmos y ha sido un viaje al interior del que he salido más consistente y más humilde. Hemos de saber qué queremos hacer en el futuro mirando al pasado», proclama este tecnólogo que empezó a trabajar en Atapuerca en 1978 junto al pionero Emiliano Aguirre.
La presencia en el tajo de tipos como Eudald, arquetipo del explorador canónico y aventurero, con libros y decenas de citas en revistas científicas, intimida un poquito a esta pléyade de jóvenes investigadores (con abrumadora mayoría femenina) que hacen sus primeras armas en Atapuerca. Carolina se estrena esta campaña y muestra ese brillo en la mirada que acompaña siempre a la primera ilusión. «Con cuatro años ya dije que quería ser arqueóloga. Siempre andaba preguntando cosas», dice su compañera de máster y excavación, la madrileña Marta Pernas.
-«Yo lo leía todo. Pero me impactó El Clan del Oso Cavernario», recuerda Carolina.
- Puahhh. Libraco. Esa es la novela que nos gusta a todos. Cuando empiezas a excavar tienes un tembleque... Todo es muy grande, muy alto... Y tienes miedo de pisar sin querer algo importante.
- Si haces Arqueología y no tocas tierra no sirve de nada. Por eso todos soñamos con descubrir algo fundamental en la cuadrícula, algo que nadie ha visto nunca...
La arqueología es una tarea de hormigas industriosas e ilustradas. Nada que ver con las cuadrillas de nubios levantando a paladas toneladas de arena en el Valle de los Reyes. Atapuerca posee una indudable dimensión física, de tajo de obra, con sus tubos flexibles de plástico para arrojar escombros y sus contenedores metálicos. Son mineros de la Prehistoria.
Los investigadores pasan horas y horas acuclillados, doblados o sentados en cojines de plástico azul, con rodilleras para proteger las articulaciones y la vista puesta sin desmayo en un espacio de 50 por 50 centímetros, su tesoro del pasado. Allí, explica Isabel Cáceres en la Galería, limpian la capa de tierra, aplican el pincel y la brocha, el destornillador o el cepillo, los antiquísimos recogedores de ceniza de hierro colado, la lanceta de acero del dentista o la pera de aire para dejar limpio ese trocito de calcáneo fosilizado, las costillas o colmillos de un rinoceronte (aquí mismo apareció uno), de un cuón (perro salvaje) o de lobos, linces, leones y panteras que convivían con nuestros ancestros. «A veces hallamos hachas y lascas de sílex», apunta Anai Ortega. Esos días (y en Atapuerca ha habido muchos) el alborozo es generalizado. Otras veces toca usar el cincel y la maceta... y hasta el martillo hidráulico para acabar con una incómoda roca que detiene las tareas en este yacimiento de la Galería. «Salen costillas, grandes mandíbulas y restos de marmotas y ratas», resume Goizane Alonso (22), estudiante de Biodiversidad y Evolución en la UPV y otra de esas novatas que garantizan el futuro de la excavación, una tarea a la que se entregan con mimo sus actuales responsables.
«Hay una evolución personal en función de lo que descubres. Derribas mitos y te haces muchas preguntas. Atapuerca es una escuela de vida», confía José María Bermúdez de Castro, uno de los codirectores y el paleoantropólogo que bautizó al homínido que vivió en esta sierra. Lo hizo con su viejo diccionario Spes de Latín de tapas marrones. Desechó el localismo al uso (los clásicos floresiensis o rudolfensis que hubieran desembocado en el Homo atapuerquensis) y rastreó palabras sonoras que pudieran retratar a aquellos primeros aventureros que recorrieron Europa hace 800.000 años. Y allí estaba. Clamoroso y vibrante. Arrollador. Antecessor, antecessoris. «El explorador, el que precede al resto. Era un nombre poético», suspira junto al lugar donde, esta misma semana hace 20 años, Marina Mosquera encontró la mandíbula que puso a Atapuerca en el mapa del mundo. «Hoy antecesor nos comería, no nos engañemos. Eran más fuertes y más brutos que nosotros. Me gustaría verlos... pero desde la barrera», sonríe.
Lavaderos en el Arlanzón
Al visitante le da por cavilar y se sorprende al descubrir cómo la propia excavación, a la que han entregado sus vidas, ha logrado pulimentar la existencia de los doctores y especialistas que excavan estos ocho yacimientos con antigüedades que van desde los 5.000 a los 1,3 millones de años. «En Atapuerca se han casado muchísimas parejas», snríe Bermúdez de Castro. La suya es una de tantas.
A su lado, entre andamios, redes y tablones, se abre la Sima del Elefante. Los paleontólogos, con sus catas, con su labor de termitas, han creado un espacio aterrazado, de tierra color chocolate tachonada de piedras. Allí se doblan una parte de los 200 investigadores que participan este año en la campaña de la sierra de Atapuerca. Apenas 25 días (al igual que el año pasado) en lugar de los 45 habituales. Pero la celebración del encuentro de la Unión Internacional de Ciencias Prehistóricas y Protohistóricas, el más importante congreso del mundo de la especialidad que se celebrará en Burgos del 1 al 7 de septiembre, centra su atención.
La faena se detiene sobre las 11. El almuerzo y el porrón de vino son algo sagrado en las excavaciones. Es el momento de charlar mientras se toma un bocadillo. Luego, vuelta al tajo.
Esa evidencia de que la excavación es un trabajo físico queda corroborada cuando bajamos al río. En el gélido Arlanzón un pelotón de investigadores tamiza, lava y selecciona la tonelada de material arqueológico y tierra que llega cada día de las excavaciones. Los arqueólogos deben aprender a distinguir por el tacto, a ciegas, un resto fósil de una simple piedrecilla. Aquí abajo la zaragozana Gloria Cuenca Bescos supervisa tareas. «Mira, esto es la mandíbula de un erizo. El alveolo del tercer molar. 450.000 años», sentencia con la seguridad de quien ha visto y conoce al detalle la dentición de miles de mamíferos.
Tras comer y descansar un rato, el trabajo prosigue en los laboratorios de la residencia Gil de Siloé, cuartel general de esta tropa científica que pasa sus horas anotando los hallazgos en sus modernas PDA y sigla millares de restos que darán para decenios de investigación. Sobre las mesas se disponen los tesoros: percutores para obtener las piezas de sílex, una mandíbula de oso de 400.000 años, raederas, minúsculos dientecillos...
Juan Luis Arsuaga está hoy dichoso. Ha bajado a la sima de los Huesos y se le nota; hoy no había ministro ni ninguna de las decenas de servidumbres que toca atender a los responsables de Atapuerca. Hablamos en el vestuario donde se cambian los espeleólogos entre buzos, botas y frontales. Arsuaga es una suerte de Sherlock Holmes de la Prehistoria. Ha encontrado 28 cadáveres en la sima y ahora trata de saber qué sucedió, por qué estaban allí, quiénes eran y qué hacían hace 430.000 años... «La sima es lo más parecido que hay a una máquina en el tiempo. La gran pregunta es ¿qué pasó?. Desde luego que será lo primero que preguntaré en la otra vida. Yo creo que los tiraron otros humanos y que podríamos estar ante el santuario más antiguo de la Humanidad. Pero aún no sé por dónde entraron... Sé sus edades, conozco las vidas de los 28 uno por uno... Pero no sé qué hacen allí ni qué les ocurrió», cabecea. «El trabajo de paleontólogo es lo más parecido a un detective. ¿Si me siento un elegido, el relator que contará sus vidas? No. Más bien soy un afortunado porque me ha tocado a mí enfrentarme a este misterio. Solo trato de hacer bien la tarea que me ha correspondido», dice Arsuaga.