'Memorias de Adriano', lecciones para la vida
Lectura de un clásico que cumple 75 años. Marguerite Yourcenar recomendó la visita a los pabellones para la intimidad y el reposo de Villa Adriana, con sus «vestigios de un lujo sin fasto»
Este número especial de 'Ababol' surge tras una lectura compartida durante un viaje por Italia con miembros del Comité Murcia de la Societá Dante Alighieri. Por una Italia que puede parecerse a la que conoció el emperador Adriano, inmortalizado por Marguerite Yourcenar en su célebre 'Memorias de Adriano', que terminó de escribir hace ya 75 años. Estos «paseos imaginarios por la intimidad de otras épocas» fueron publicados por vez primera en castellano en 1951, con traducción de Julio Cortázar. Es la que suelen manejar los aventureros que se adentran por la «desconocida e impresionante» (palabras corrientes que adquieren aquí verdadero sentido y significado) región de los Abruzos, al este de Roma: pueblos bañados por el Adriático y cumbres apeninas como el Gran Sasso d'Italia con 2.914 metros y el macizo de la Majella de 2.791 m.
Cortázar había leído en francés las 'Memorias de Adriano' de Yourcenar. Quedó «fascinado» y se lanzó a traducirlas. «Exigí un plazo largo para hacerlo porque lo había leído en francés y sabía que ese libro había que hacerlo bien. Incluso empecé a trabajarlo en el barco que me llevó de Buenos Aires a Marsella. Releí el libro, intenté distintos enfoques de la traducción, la fui trabajando...». La hizo en París. «Se publicó y la crítica siempre ha dicho que se trata de una buena traducción». Así lo contó Cortázar a la periodista mexicana Elena Poniatowska en una entrevista para la revista 'Plural' en 1975. El libro de Yourcenar arranca así: «Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo (...)». Adriano ya no cuenta, dice el emperador, «con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente», e incluso perdona al servidor público «su esfuerzo por disimularme la muerte». Prosigue el enfermo: «Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años».
Al grupo de viajeros murcianos por Italia los consejos sobre la vida y sus peligros que pone Yourcenar en boca de Adriano van a serles muy útiles. La convivencia será prósperamente mantenida gracias a estos fragmentos de lecturas, inquietas la mayoría de las veces. La artista ciezana Miriam Martínez Abellán aporta al grupo unos marcapáginas especialmente diseñados para 'Avezzano Letterario', este primer encuentro de la literatura murciana en los Abruzos. La portada de este número de 'Ababol', de hecho, es el marcapáginas que usan los expedicionarios, con cita de Yourcenar: «El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros».
Martínez Abellán se inspira en la novela histórica para recrear este collage. En la pieza se narra, dentro de la ficción filosófica, la vida y la muerte del emperador. «Está escrita en forma de epístolas que el propio Adriano redacta a su primo y sucesor Marco Aurelio. En sus cartas hace memoria de sus triunfos, éxitos militares y políticos y reflexiona acerca del arte y del amor. He escogido cuatro elementos fundamentales: la cabeza de una escultura del propio Adriano, representando su momento de juventud y gloria como emperador, que contrasta con una hoja de laurel en primer plano, que cae a modo de lágrima de uno de sus ojos. El laurel fue signo de victoria, valor y poder, y aquí se convierte en signo de vulnerabilidad y humanización de un emperador en la decrepitud de su vida. Sin embargo, por encima de lo mortal, lo que permanece son las piedras, las columnas de la arquitectura de su Imperio». De hecho, agrega la collagista, «las columnas sostienen su memoria, el tiempo que fue, y la posición inversa en la pieza de collage de las mismas representa la fantasía de Marguerite Yourcenar narrando la vida ficcionada de lo que pudo ser la vida de este hombre solo y a la vez conectado con todo». El fondo azul, es el tono del Mediterráneo conseguido desde un papel de seda antiguo, que como la piel en la vejez se vuelve más fina, quebradiza y rugosa. «La mirada esculpida, sobredimensionada por encima de las columnas, nos recuerda la belleza y la fortaleza de uno de los emperadores más interesantes de la dinastía antonina. Como el estilo de la propia Marguerite en esta novela histórica, la ilustración es íntima, pausada y reflexiva», conviene la artista.
Villa Adriana está enclavada a 23 kilómetros de Roma, en las proximidades de Tívoli, la antigua Tíbur. El visitante puede padecer un inesperado éxtasis. Conviene advertirlo. El área visitable es de unas 40 hectáreas. Pero la Villa, construida entre el 118 y el 138 d. C., se extendía, según la ficha de su declaración en 1999 como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, en un área de al menos ciento veinte hectáreas, e incluía estructuras residenciales, termas, pabellones y jardines. De Villa Adriana han salido hacia los principales museos y colecciones de Roma y del resto de Italia, así como de Europa, parte de la riqueza de la decoración arquitectónica y escultórica de la villa.
En el restaurante Villa Esedra, en el entorno de la morada de Adriano, uno de los lectores será proclamado «Emperador». Será el mayor del grupo: Manuel Martínez Arnaldos, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la UMU, a quien todos toman como la perfecta encarnación de un valor máximo que debería guiar a los individuos: el respeto por la verdad. Todos leerán un pasaje, y pensando en Adriano, el grupo escucha la voz de Arnaldos que se alza con estas palabras: «Algunos hombres -escribe Yourcenar- habían recorrido la tierra antes que yo: Pitágoras, Platón, una docena de sabios y no pocos aventureros. Por primera vez el viajero era al mismo tiempo el amo, capaz de ver, reformar y crear al mismo tiempo. Allí estaba mi oportunidad, y me daba cuenta de que tal vez pasarían siglos antes de que volviera a producirse el feliz acorde de una función, un temperamento y un mundo. Y entonces me di cuenta de la ventaja que significa ser un hombre nuevo y un hombre solo, apenas casado, sin hijos, casi sin antepasados, un Ulises cuya Ítaca es sólo interior. Debo hacer aquí una confesión que no he hecho a nadie: jamás tuve la sensación de pertenecer por completo a algún lugar, ni siquiera a mi Atenas bienamada, ni siquiera a Roma. Extranjero en todas partes, en ninguna me sentía especialmente aislado (...)».
Observar al jardinero
Eso traslada Adriano en el libro de sus recuerdos de otros momentos vividos, cuando habla el idioma de los campamentos -«el deformado latín por la presión de las lenguas bárbaras»-, cuando hace de contable y se ocupa de liquidar cuentas de Asia o de un pequeño asentamiento británico, del oficio de juez... Y piensa Adriano en el médico ambulante, en el obrero que repara calzadas, en el soldador de cañerías de agua... «Y hoy, mientras desde las terrazas de la Villa observo a los esclavos que podan las ramas o escardan los arriates, pienso sobre todo en el sabio ir y venir del jardinero».
En la nota final al libro, Marguerite Yourcenar invita a los lectores a interesarse por «ese lugar único que es la Villa Adriana». Esa «hermosa ruina» excavada a lo largo de las décadas es solo un ademán de lo que fue la realidad, incluso una sombra de los grabados conservados desde el Renacimiento. Cita Yourcenar, por ejemplo, los dibujos del Ciudadano Ponce ('Arabesques antiques des bains de Livie et de la Villa Adriana', París, 1789), con imágenes de estucos hoy desaparecidos, pero también otros trabajos de Gaston Boissiers, H. Winnefeld y Pierre Gusman, incluso R. Paribeni y H. Kähler, más próximos a este tiempo. Cuando en los museos se habla de exedras y nichos de ninfas, posiblemente los historiadores del arte piensen en la arquitectura adriánica, pues dice la autora francesa que eran frecuentes en las ciudades de la campiña durante el siglo primero y también adornaron los pabellones del palacio de Tíbur. Hay que volver a las descripciones de las grandes construcciones de Adriano, ya fuera en Roma o en otras partes del Imperio, de su biógrafo Esparciano, y a las crónicas de Malalas.
«La vida es atroz, y lo sabemos», pone Yourcenar en boca de Adriano. «Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los periodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas; el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allí el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros (...)».
Martínez Arnaldos cierra el libro, continúa el silencio. Se alza en medio de la concurrencia encantada, y anima un brindis. «Hemos de aceptar serenamente esas vicisitudes de la Roma eterna». Nos abrazamos con ojos fraternos. Este sitio de Adriano alonga la alegría.
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