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Rilke leyendo en Nyon, Suiza, junto al lago Lemán, en 1919.
Ababol | Literatura

Rainer Maria Rilke, 150 años de un poeta que rezaba con ángeles toledanos

René, como le llama su amiga Lou Andreas-Salomé, respondió a una intensidad poco común. Su vida se concretó en encontrar lo eterno en lo evidente

Eduardo Muñoz Marín

Profesor de Lengua y Literatura

Sábado, 6 de diciembre 2025, 07:20

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La poesía es una intensidad poco común. Un destello perenne de lo suprasensible. En la epidermis de la Humanidad nacen figuras que nos adentran en el resurgimiento verdadero del ser a través de una anagnórisis, como diría Aristóteles, con el resto de los mortales. Los poetas son los fundidores y fundadores de ese reconocimiento en que nuestros deseos y preocupaciones cotidianas se purifican por medio de su lenguaje.

Un poeta crecido en Praga en los albores del siglo XX, donde el perfume bélico reinaba en los bistrós o en las terrazas de Viena o París, transmitió dos mensajes: por un lado, un remanso de paz en medio del discurrir metropolitano, mientras que, por otro lado, un mágico hermetismo que, pasadas las décadas, tan solo beberían de su cáliz quienes aspiraran a la santidad propia del símbolo poético y místico.

Rainer Maria Rilke, o simplemente René, como acostumbraba a llamarle su amiga Lou Andreas-Salomé, respondió a esta intensidad poco común. Nacido un 4 de diciembre de 1875, su vida se concretó en encontrar lo eterno en lo evidente, tanto con sus poemas, cartas y escritos novelísticos, como con su vida. Aunque naciera en el incipiente ramalazo modernista y decadentista, Rilke, como afirma Adam Zagajewski, «era un elegante signo de interrogación en el margen de la historia. En el espectro del Modernismo literario se alineó con los antimodernos». Ojalá, Chesterton se hubiera encontrado con él.

A diferencia de muchos de sus coetáneos, se alejó de la clasificación en cualquier corriente estética. Nunca lo buscó. Su afán era la comprensión absoluta del ser a través de la sintaxis versificada. Este tipo de poeta es el que persigue una estrella que, como dice en uno de los Nuevos poemas I, «perdura, / la que, lo mismo que una ciudad blanca, / subsiste en el extremo de su brillo en los cielos…». De ahí que René se mantuviera tan alejado «de los hornos de las pasiones políticas o sociales». Le interesaba la metafísica del terreno humano que Dios le ha entregado a Adán en el instante en que éste, movido por Eva, comete el pecado original.

Tres obras escogidas de Rilke. Ejemplares de 'Cartas a un joven poeta' (Nórdica Libros), 'Sonetos a Orfeo' (Lumen) y 'Elegías de Duino' (Hiperión Ediciones)

Rilke representa al «poeta de oficio», etiqueta que alcanzaron tan solo los aedos griegos, los férreos monjes copistas en los monasterios, o san Juan de la Cruz en su encarcelamiento, o, incluso, me atrevería a decir los románticos más aburguesados de principios del XIX, o el mismo Ezra Pound, en su injusta acusación de traición americana. Todos ellos alcanzaron la independencia en la escritura, evitando todo despiste político y social. John Keats afirmó en una carta de 1818: «Lo que es creativo debe crear por sí mismo». Rilke escribía y creaba desde el silencio incesantemente; su obra vio la luz por necesidad, y así lo dejó por escrito en su famosa 'Carta a un joven poeta'.

'La Inmaculada Concepción' es una obra del Greco, realizada hacia 1613, durante su último período toledano. Es el lienzo que centra el 'Retablo de la Inmaculada Concepción' que hizo para la Capilla Oballe (Parroquia de San Vicente) de Toledo.

El comienzo de lo terrible

Si algo asemeja a este poeta al humano actual es su nomadismo. Viajó por grandes ciudades de Europa: Berlín, San Petersburgo, París… Y tras tomar café con Tolstói y Pasternak, amistarse con Rodin y dormirse en una góndola veneciana, en 1912 aterrizó en España.

Ronda porta su vestidura más exquisita; sin embargo, será Toledo el rincón que le hará recuperar su infancia, considerado por el poeta como su patria espiritual. Toledo le permitirá hablar con Dios y entregarse a Él y a su oficio, pues solo por medio de la vocación uno recupera todo paraíso perdido. Será el momento en que Eros le clavará la flecha de oro apolínea y entrará en éxtasis. Aquí nacerá el Rilke piadoso.

«La patria de los ángeles»

Rilke se dejará alumbrar por la pincelada acética del Greco tras pasar horas delante de 'La Inmaculada Concepción'. Este lienzo estaba pensado para presidir el retablo de la Capilla Oballe, en la iglesia de San Vicente. Las rosas blancas y virginales a los pies del ángel triunfante, pero misterioso, resplandecen ante el manto celestial de María, que espera enamorada la Noticia que le viene espiritualmente de los Cielos. Este querubín le llevará a afirmar que «Toledo es la patria natural de los ángeles».

Esta escena permitió al poeta contemplar en su poesía una fe que ya muchos de sus contemporáneos consideraban medieval y obsoleta. Toledo vertió el misterio de la belleza terrible y abismal, en términos kantianos, de las 'Elegías de Duino' que todos buscamos y gritamos esperando ser escuchados cuando el dolor acechante nos lacera: «Nos queda quizás / algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días; / nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad / de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció, / y no se fue».

A Rilke no lo leerán los autores ni los lectores de 'bestsellers', eso está claro. Los mismos que se quejan de su complejidad son los que ansían olvidar el poderoso valor simbólico de la tradición o los que manchan lujuriosamente con sus manos las obras de Van Gogh, Monet o Goya en los museos.

De ahí que su universo simbólico, a la altura de Homero, Dante o Cervantes, sea la mayor aportación de este bardo austriaco, que, tras 150 años de su primera pisada en la Tierra, nos enseña que la existencia es un continuo cuestionamiento de la materialidad. Y que escribir, como cualquier buen arte, es hincar la rodilla y rezar.

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