Diario de un viajero recién casado
Casarse y viajar no son excusa para dejar de escribir. He aquí mi crónica de la luna de miel en nueve postales sobre Egipto y Estambul
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1
Los huéspedes del Nilo
Es la hora de los mosquitos. El 'Queen of Hansa' navega río arriba, sobre un agua mansa llena de juncos. El sol ha dejado de aplastar el mundo de los faraones y la noche se prepara, íntima, con su olor a pastos quemados, tintando el horizonte de un color anaranjado, como el de las columnas de la sala hipóstila de Karnak. Mercedes lee un libro sobre Aristóteles mientras los camareros le ofrecen bañarse desnudos en el Nilo. Contemplo los bueyes perezosos, de espaldas morenas milenariamente sometidas al látigo, acercarse a la orilla para calmar la sed.
Escucho el lamento de los almuédanos, llamando a la última oración del día. Suena triste esta religión de turbantes, ajena a las pirámides, a las coronas de serpientes y los halcones que anuncian la muerte. Egipto es una extensión del Nilo, un camino de agua que escapa del desierto. Sus templos resisten multitud de olvidos. Unos niños se bañan en la orilla occidental. Nos saludan. Dejo encima de la mesa 'Muerte en el Nilo'. A lo lejos se ve la isla Elefantina, el punto final del viaje de Heródoto, hace demasiados siglos. Al lado, el Old Cataract se ilumina. Es el hotel donde Agatha Christie se aficionó a los gin-tonics para soportar las picaduras. Crece la noche. Es la hora de los mosquitos.
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2
Las aguas del templo de Philae
No existen buenos horarios en Egipto porque el sol vela cada esquina del país y de la historia, como fotografías quemadas. Me subo al techo de la faluca para ver cómo el río se convierte en un lago desbordante. Hace décadas, lo que no consiguieron los bárbaros lo logró el progreso. El lago Nasser sumergió infinidad de islas y se corrompieron las piedras, hoy diseminadas en Madrid, Washington y Londres. Philae no se salvó del diluvio y convivió con los cocodrilos, hasta que trasladaron el templo a otra isla. Es la memoria de los griegos, el legado de los Ptolomeos, que decidieron hablar el mismo lenguaje de los egipcios pero reduciendo su tamaño.
Los templos de Philae son íntimos. Uno camina por sus salas y respira el aroma de Atenas. Grecia vino a Egipto a sofisticar su cultura, le digo al guía, Ammar, un lector místico del Corán y Delibes. Tuerce el gesto y me amenaza con dejarme aquí para siempre. Vivir en Philae, pienso, atravesar la puerta de Adriano antes de que salga el sol, comer los dátiles al costado del templo de Isis, donde Augusto supo que dominaba el mundo. Pero Mercedes insiste en que yo no soy emperador y que en esta isla no hay espacio para el presente. Se despiertan los perros. Es la hora de volver.
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3
El sueño de Keops
La guerra ha reducido el turismo y la fila para entrar en la pirámide es delgada. ¿Cuántas batallas habrá visto esta tumba exagerada?, pienso mientras me adentro, detrás de Mercedes, en el laberinto oscuro que me llevará hasta el sepulcro de Keops. Este fue un faraón del que solo rescato su último anhelo de inmortalidad. Queda de él su tumba, pero no su cuerpo. Su sombra, pero no su luz. El turista piensa que Keops es un lugar, un estado mental, y no un hombre que vivió hace más de cuatro mil años. Ahora, somos miles los que espiamos su última voluntad.
El pasillo cada vez es más estrecho. Tengo claustrofobia, pero viajar es emular viajeros. Supe que Napoleón pasó una noche en el interior, justo antes de enfrentarse a los mamelucos, y yo no me resisto a ser Napoleón durante diez minutos. Ahora el pasillo se reduce hasta la humillación. Voy de rodillas, con el costado pegado a la pared, mientras cientos de personas vuelven con el rostro asustado. Mercedes mantiene la calma. Yo no. Me cuesta respirar. Los siguientes metros son un infierno. Alemanes obsesos atrapados en esta franja de historia. Franceses con asma. Aquí va a suceder una tragedia. No hay guardias egipcios. Atrapados en el vientre de la pirámide. ¿No fue este el sueño de Keops?
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4
De rodillas en Al-Azhar
Ibn Battuta visitó El Cairo en el siglo XIV de camino a La Meca. No quiso detenerse en las pirámides. Ni siquiera en el Nilo. Fue directo a los caminos de la fe. Visitó un cementerio y entró en la mezquita de Al-Azhar el viernes por la noche, a la hora de la última oración. Hoy no es viernes pero la mezquita sigue en su sitio, resistiendo los humos de una ciudad que más parece un hormiguero desquiciado. Mercedes y yo nos hemos mirado. No aguantamos más al grupo. Allá queden ellos en el bazar de calles estrechas, con Tutankamones de colores y esfinges de madera, que a nosotros nos guía el canto del almuédano a la cinco de la tarde, la hora de la muerte.
Al-Azhar es la mezquita principal de todo Egipto. La historia se cristaliza en el mármol. Los hombres besan el suelo con sus barbas y las mujeres se protegen el cabello con el velo. Mercedes se cubre con un caftán verde. Caminamos descalzos rumbo al Mihrab. Los fieles guardan silencio. A nuestro lado, un imán enseña a un grupo de muchachas las letras del Corán. Recitan a la sombra de la fuente de las abluciones. Me pongo de rodillas. Siento que, por fin, he llegado a Egipto.
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5
La muchacha de Alejandría
¿Cómo reconocer que, en mi luna de miel, he venido hasta Alejandría para encontrar a Justine? Me interesan sus piernas largas, su vestido estilo Delfos, su forma de beber alcohol con sed. Su cigarro en los labios. A mí Alejandro Magno ya me da igual. También Julio César y la cabeza de Pompeyo recién degollada. ¿Qué fue de la vieja Biblioteca? En la nueva apenas hay libros. Virguería de la nueva arquitectura, eso sí, pero los Coranes han sustituido a Aristóteles. Lo mío es, aunque Mercedes lo sospecha, perderme en la Corniche, encarar el paseo marítimo y seguir el cuerpo salado de Justine, la mañana después de que Durrell la haya abandonado en la playa como una Nausícaa de mil padres y ninguna madre.
Entro, por curiosidad, en la mezquita de Al-Mursi. Le enseño mi DNI al imán. Soy de Murcia, le digo, como el fundador de este templo, que en el siglo XIII abandonó las huertas en las que nacimos ambos para enterrarse bajo esta cúpula dorada. Mercedes se queda fuera, por sevillana. Salgo. El aire es puro. Alejandría me necesita antes del anochecer. No está Justine. Me conformo con Kavafis. Pido un café en el Trianon. Aquí, me dicen, fumaban juntos Ungaretti, Durrell y Kavafis. Ya no queda ni la ceniza de sus poemas. Ni Justine, claro. Demasiados muertos soporta Alejandría.
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6
Las heridas de Santa Sofía
A Mercedes le sienta muy bien el velo pero no más de cinco minutos al día. A mí me gusta libre, con el cabello suelto. Se lo digo mientras caminamos descalzos por la alfombra verde, que refleja una luz acuática en la cúpula. Es extraño, le confieso. Aquí estamos, en el centro del mundo. Hace quinientos años esto era una ciudad asediada. El emperador y su mujer se arrodillaron en este mismo lugar para rezar. Esperaban un milagro de la virgen. Pero fue más fuerte la pólvora otomana. Ha llovido mucho. Una lluvia triste y hermosa, por supuesto. Una lluvia que ha tapado los mosaicos de la virgen con una tela blanca, que ha ocultado el rostro del Pantocrátor, los dorados estivales de los mosaicos. Yo soy un nostálgico. Mercedes lo sabe y se ríe de mí. Me dice que no puedo ponerme triste porque Santa Sofía sea ahora una mezquita, porque el altar mayor se haya convertido en el mihrab, porque no se escuchen campanas, sino llamadas a la oración. Me dice que es ridículo estar apenado porque esta ciudad ya no se llame Constantinopla, sino Estambul. Cada uno elige su propia melancolía. La mía es sangrar por las heridas de la historia. Aquí hubo muchas y mientras los mosaicos estén tapados, le digo, seguirá manando la sangre.
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7
Café Menengic en Üsküdar
Estambul es una ciudad de invierno, hecha para el vuelo de las gaviotas, el ajetreo de las olas aplastadas por los barcos que cruzan el Bósforo. No quiere levantarse la niebla en la parte europea. Desde Üsküdar, en la costa asiática, el café de menengic, hecho con pistacho, humea como una continuación de la neblina que invade los jardines y el palacio de Topkapi. El día anterior, en sus salas, junto a un diente de Mahoma, vimos un arma otomana que participó en la batalla de Lepanto. Cáspita, pensé, de ella salió el plomo que dejó el brazo izquierdo de Cervantes inmovilizado para siempre. Ahí empezó a escribirse el Quijote.
Otro trago del café turco me despeja la imaginación. Estambul no es una ciudad. Son dos continentes reducidos a tres orillas. La parte asiática es sincera, me dice Mercedes. No hay turismo. Hay mezquitas, pero apenas se ven chicas con velo. Artistas, librerías, restaurantes, mercados y pescaderías. Un lugar en el que vivir, le digo, y ella me sonríe sabiendo que no hay tantas vidas como para poder habitar tan ancho mundo. El café con pistacho se acaba. El último trago mira al paseo marítimo. Las gaviotas nos sobrevuelan. El cuerno de oro, al fondo, se desprende de la niebla. Me quedo sin excusas para no descubrir la ciudad.
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8
El baño turco
Solo Dios sabe que nunca me han tocado de esta forma. Es de noche en el hammam. Luces tenues, aterciopeladas por una cúpula del siglo XVI, que ha visto a decenas de sultanes desnudos. La primera media hora me aplasta. El calor se pega a la piel. Mi sangre circula de forma lenta. Mi cuerpo es un ejército derrotado. La piedra hexagonal donde me tumbo arde. El centro del universo, ahora que cierro los ojos. Pero entonces llega él. Un turco de dos metros con bigote. Se ajusta la toalla de paño sujeta a la cintura. Me acompaña a una sala. Me rocía con agua helada. Luego caliente. Luego helada. Adopta la toalla como elemento de tortura. Me da latigazos con ella en la espalda y en el pecho. Comienza a recorrer con sus largas manos otomanas mi pequeño cuerpo de occidental acomplejado. Mercedes está a mi lado, relajada. El turco me sonríe y comienza a afilar sus dedos por mis costillas, entre mis manos, en los gemelos, en el cuello. No hay esquina que quede al margen del dolor. Grita mi nombre. Yo grito auxilio, pero Mercedes me manda callar. Es una cuestión de vida o muerte, le digo. En noches así cayó Bizancio, pienso, hasta que el agua helada me golpea la cabeza.
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9
Babel
Vuelo cancelado, me dice Mercedes, arrastrando una bolsa de té turco comprada esta misma mañana en el Gran Bazar. Ha sido cierta la tormenta que ha desencadenado el fin del mundo. Se caía el cielo. No llovía, no. Parecía que el mar se había dado la vuelta y la ciudad de las tres orillas había pasado a ser subacuática. Nostalgia de Venecia tiene Estambul. En el gran hall del aeropuerto la gente se ha puesto a correr desesperada para encontrar otro vuelo. Escucho gritos en todas las lenguas de la creación. Maldiciones en idiomas arcanos. Blasfemias en lenguajes sagrados. Todos se acuerdan del dios de la lluvia.
Pasan treinta tipos en toallas. Pienso que vienen del hammam, aunque sonríen demasiado para esas caricias otomanas. Mercedes me dice que peregrinan a La Meca. Al lado, una docena de turcomanos, con sombreros de oveja, extienden sus alfombras para descansar. Hay hindúes de punto en la frente. Sijs de turbantes y daga. Un afgano que regenta un kebab en Bolonia, un iraní con sobrepeso, tres argentinos que huyen de Tayikistán y un venezolano que es idéntico a mi padre. Anuncian el vuelo para la mañana siguiente. Aparece, entre la multitud, una monja de 80 años que se dirige a Camerún. Nos pide que no la dejemos sola en esta Babel, pero es ella quien nos acompaña a nosotros.
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