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Ilustración: Adrián Astorgano
Como mande el señor cacique

Como mande el señor cacique

Durante muchas décadas fueron los 'dueños' de la política española. ¿Qué huella han dejado en la actualidad?

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Lunes, 3 de mayo 2021, 00:17

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Los españoles llevamos un par de siglos votando a nuestros parlamentarios, con los paréntesis que todos conocemos, pero el resultado de muchas de esas elecciones se podía pronosticar sin error con solo atender a la voluntad de los ricos y poderosos. Ha quedado para la historia el informe de Joaquín Costa que, en 1901, identificaba «oligarquía y caciquismo» como la forma de Gobierno del país, pero aquel diagnóstico iluminador no quería decir que el problema fuese cosa nueva: en 1884 la palabra 'caciquismo' había entrado en el diccionario de la RAE ('cacique' viene de las lenguas taínas de las Antillas, donde designaba a la persona de autoridad) y ya en 1864 se había dictado una ley que aspiraba a sancionar los delitos electorales (cuando solo tenía derecho a voto el 1% de la población, la élite de la élite). Buena parte de nuestra historia ha estado marcada por los caciques y su idea de la política como una extensión de sus propiedades, con escaños que se 'poseían' y se dejaban en herencia y que daban lugar a toda una red de «patronazgos y clientelismos, paternalismos y dependencias y, por tanto, favores y castigos».

Con esas palabras la describe el historiador Carmelo Romero Salvador, que en 'Caciques y caciquismo en España (1834-2020)', recién publicado por la editorial Catarata, analiza el peso determinante que han tenido estas prácticas en la vida política de nuestro país. También hubo caciquismo en Francia o en Inglaterra, pero aquí llegó a convertirse en «la esencia del régimen», institucionalizada a raíz del pacto entre los dos partidos mayoritarios que, a partir de 1881 y durante cuarenta años, se alternaron en el poder. Durante muchas décadas, las elecciones en España estuvieron envueltas en anomalías que condicionaban el resultado y lo acomodaban a lo previsto de antemano: censos adulterados, votos comprados, difuntos que ejercían su derecho al sufragio, electores pastoreados hacia las urnas, grupos violentos que utilizaban las armas como instrumento de persuasión... Al final los ciudadanos humildes solían tener asumido que, cuanto más influyentes fuesen de partida sus representantes, mejor.

Gracias cordialísimas

Romero Salvador retrata a personajes como Francisco Romero Robledo, conocido como 'el Pollo de Antequera' y 'el Gran Elector', que ocupó varios ministerios en el último tercio del siglo XIX y mostró una «extraordinaria capacidad para maniobrar» y obtener los resultados electorales que pretendía. Cuando Alfonso XII se preocupó por la posibilidad de que saliesen elegidos muchos diputados republicanos, él le tranquilizó con aplomo: «Prometo a vuestra majestad que no vendrá ninguno». Y al final solo se le coló uno. El escritor Ramón de Campoamor consiguió escaño en diez ocasiones, por siete provincias diferentes, y, cuando le preguntaban por qué distrito era diputado, solía responder: «¿Yo? Por Romero Robledo». Otro literato-político fue Azorín, que consiguió el acta en cinco legislaturas entre 1907 y 1919. En una de ellas, ejerció de representante de Ponteareas, municipio pontevedrés que ni siquiera necesitó pisar para que lo eligiesen: le bastó escribir un artículo en una revista y mandar sus «gracias cordialísimas» y su admiración al conde de Bugallal, diputado ininterrumpido durante treinta y siete años y por aquel entonces ministro de Hacienda, que tuvo a bien 'cederle' el escaño que había ocupado su hermano, recién fallecido.

El peso de algunas familias en el poder legislativo llegó a extremos tan asombrosos como el de Práxedes Mateo Sagasta y sus allegados, para los que Romero Salvador ha trazado incluso un árbol genealógico-político. Sagasta, su hijo, su yerno y su nieto sumaron 37 actas de diputado, y eso que el hijo murió relativamente joven (a los 42) y que la carrera del nieto se vio truncada por la dictadura de Primo de Rivera. Si consideramos a primos y tíos carnales, tenemos que añadir 34 actas más, y aún quedan otras 30 de parientes más lejanos y 43 de otras ramas familiares. Más de la mitad de las 84 actas de diputado por los distritos de La Rioja durante la Restauración fueron para miembros del clan, y no conviene olvidar que décadas después y ya a este lado de la dictadura franquista, en los 80 fue ministro Miguel Boyer, que desciende de la misma estirpe, como un cabo de la maraña que se extiende casi hasta nuestro presente.

El Senado español.
El Senado español. Chema Moya/EFE

¿Qué herencia nos ha dejado el caciquismo? «Estructuralmente, España es muy diferente a la de hace un siglo, y también la legislación electoral. Ahora bien, en una sociedad de grandes desigualdades socioeconómicas, como lo sigue siendo la actual, el caciquismo, en tanto que plasmación de relaciones de poder, mantiene las raíces, readaptando modos y medios. Si sus formas del ayer nos generan cierta perplejidad y hasta conmiseración -'¡qué cosas hacían!', pensamos-, muy posiblemente los modos de hoy causen parecidas sensaciones a generaciones futuras», responde a este periódico Carmelo Romero Salvador, que cita como manifestaciones actuales del viejo fenómeno la corrupción («cualquier noticia de este tipo, y son muy abundantes, tiene raíz caciquil»), la perpetuación de algunos parlamentarios en el cargo y ciertos rasgos del propio sistema electoral. «Las listas cerradas y bloqueadas condicionan profundamente no solo las relaciones de los ciudadanos con los políticos, sino las de los políticos con la ciudadanía. Quien aspira a la representación política, salvo los líderes, no precisa de los electores, sino del aparato del partido para ir bien colocado en la lista. ¿Cuántos electores saben quiénes son los candidatos a los que votan?», plantea.

Complejo de inferioridad

A eso se suma lo que podríamos llamar 'legado espiritual', es decir, su impronta negativa en nuestra manera de contemplar la política y entendernos a nosotros mismos. «Yo creo que la huella más profunda del caciquismo podría estar en nuestra memoria colectiva y en nuestras expectativas como país con respecto a la democracia», apunta el sociólogo Alejandro Romero Reche, sociólogo de la Universidad de Granada y autor de 'Contubernios nacionales'. «Es una especie de trauma fundacional que nos lleva a pensar que no estamos 'maduros', que hay algo en nuestra cultura que tiende a la trampa, a la picaresca y a la lógica del estómago agradecido, por lo que nuestra democracia siempre va varios pasos por detrás del resto. Como un complejo de inferioridad colectivo por el que pensamos que no damos para más, porque siempre hemos sido así», desarrolla.

En algunos ámbitos, particularmente letárgicos, puede parecer incluso que el tiempo no ha transcurrido, como si el reloj y el calendario se estuviesen echando una larga siesta. Romero Salvador dedica un capítulo entero de su libro al Senado, que durante muchos años fue una cámara destinada fundamentalmente a «premiar» a los nobles y jerarcas que, a juicio del sistema, se lo merecían. «Las tres circunstancias más indispensables para ser senador eran tener 40 años, tener gota y no pensar», recogía a mediados del siglo XIX el volumen 'Los españoles pintados por sí mismos'. Hoy, el ámbito de influencia ha cambiado, pero 23 expresidentes autonómicos y unos cuantos exalcaldes, exalcaldesas y otros altos cargos han sido nombrados senadores por los parlamentos regionales.

Cuando el alfabeto empieza por la erre o la uve

Portada del libro de Romero Salvador.

c. b.

«Difícilmente algún candidato trataría hoy de comprar votos mediante el pago en metálico a los electores, pero no porque nuestros valores éticos sean superiores. No tendría efectividad con el sistema proporcional, dado el elevado número de electores y de candidatos en cada circunscripción», puntualiza Carmelo Romero Salvador, profesor jubilado de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y experto en procesos electorales. Los tiempos en los que se tiraba al río el carruaje de los electores de otro signo ya pasaron, junto a otras «formas bufas» del caciquismo, pero también en la política actual se pueden detectar prácticas que, pese a los pocos años transcurridos, nos parecen igualmente grotescas.

No hay más que mirar al Senado. La mayor parte de quienes se sientan en él son elegidos en las urnas, a razón de cuatro representantes por provincia, con un sistema mayoritario y de listas abiertas. Hasta 2011, el orden de los candidatos en la papeleta (la aparatosa 'sábana' del Senado) tenía que ser alfabético, por ley, y todo el mundo sabía que el que figuraba en primer lugar recibía más votos que el resto, porque los electores no se complicaban la vida. «Muchos 'padres de la patria' deben el hecho de serlo al apellido que empieza con A, B o C», ironiza el autor de 'Caciques y caciquismo en España'.

Pero, claro, los partidos hicieron todo lo posible por subordinar las exigencias legales a su voluntad: «Para que Alberto Ruiz Gallardón encabezase por Madrid la candidatura del PP al Senado, fue necesario prescindir de cualquier otro candidato del partido cuyo primer apellido fuese anterior al de Ruiz. Más complicado lo tuvieron aún los socialistas gallegos con los primeros apellidos anteriores a la V, ya que el primer candidato tenía que ser, lo fue en dos ocasiones, Francisco Vázquez», relata.

El oficio de político consiste, la mayoría de las veces, en saber medrar dentro del aparato del propio partido. A Romero Salvador le gusta citar aquella advertencia de Churchill a un diputado novato, que se había referido a los laboristas como enemigos: «No se equivoque, joven, ellos son nuestros adversarios: los enemigos los tenemos aquí, junto a nosotros». Y recuerda también cómo, en el Congreso, casi la quinta parte de los 350 diputados han ocupado escaño al menos en siete de las quince legislaturas de esta democracia.

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