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José trenza esparto junto a su fiel perro 'León' en el jardín de la casa familiar de La Hoya. Andrés Ribón / AGM

Al pie de otra batalla

Conocieron la posguerra, los largos años de dictadura y las crisis económicas. Tienen entre 67 y 88 años y quieren vencer al Covid-19

Domingo, 29 de marzo 2020, 01:58

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En sus ojos es donde más se atisba la vida. Las marcas que les surcan la piel son solo las señales de que el tiempo ha pasado sobre ellos, grabando en sus retinas multitud de experiencias. En sus memorias guardan momentos duros y felices, largas horas de trabajo, enfermedades, preocupación e incertidumbre, y la alegría de hijos, nietos y también bisnietos. Han vivido cada época «como tocaba», y todas las han superado. Por eso, también quieren vencer en esta.

Por edad, los protagonistas de este reportaje han sido testigos directos de tiempos abruptos. La posguerra les marcó la infancia, y la dictadura, la juventud y gran parte de sus vidas adultas. Crecieron entre la escasez de recursos en la que estaba sumido el país a finales de los años 30 y en las décadas que le siguieron, y la falta de libertad y el miedo a la represión, pero salieron adelante a base «de trabajo y empeño», relatan.

A sus edades, ninguno habría imaginado que un virus les mantendría en jaque, a ellos y al resto de la población; que les obligaría a recluirse en casa, y a distanciarse de los suyos; a dejar de dar abrazos y besos, y a comunicarse con los que más quieren solo a través del teléfono. Ellos son los más vulnerables ante la pandemia, pero también quienes acumulan más experiencia y cobijan mayor «esperanza». Creen, que, «como todo, esto también pasará». No esconden su preocupación, pero no tienen miedo.

«Quiero alegría»

El Covid-19 o coronavirus se ha revelado como un importante enemigo para la salud, y especialmente para la población anciana, donde se ha producido el mayor número de fallecimientos, tanto a nivel nacional como en la Región. Ellos forman parte de este colectivo, lo saben, y por eso han extremado las precauciones en casa. Echan de menos sus rutinas, pero confían en recuperarlas. Son optimistas: «Otras veces hemos salido, y ahora ocurrirá igual», opina el murciano Roque García. Y coincide con él Loli Alemán: «Saldremos seguro, ¿cómo no lo vamos a hacer». Mientras tanto, José Poveda pide «alegría»: «Sé que es importante lo que está pasando, pero me cansa mucho. Quiero alegría», apunta el lorquino. «Hay que ser positivo», concluyen Vicente López y Tomasa Pérez.

Roque García, 83 años, vive en Algezares junto a su mujer. Está convencido de que «esto pasará»

«La única forma de salir es apoyarnos unos a otros»

María García

Fue siendo solo un niño cuando Roque García (Callosa del Segura, 1937) aprendió que toda recompensa llega después de un gran esfuerzo, que solo con el trabajo, dice, se consigue salir adelante. Y también ahora, en la lucha contra el coronavirus. Hace días que no pisa la calle, ni siquiera para comprar. Es uno de sus hijos -tiene seis, todos independizados- quien le acerca todo aquello que necesita a la puerta de casa. Ni siquiera mantienen contacto físico.

Roque tiene 83 años, los cumplió en enero, y vive con su mujer. Está, reconoce, «preocupado», porque sabe «que hay mucha gente pasándolo mal», pero no tiene miedo. Confía en que «todo esto pasará»: «Otras veces hemos salido; nos ha costado más o menos trabajo, pero lo hemos conseguido y si ahora todos vamos a una, ocurrirá igual», señala convencido de que «la única forma de salir es apoyarnos unos a otros».

Nació en Callosa del Segura, en la vecina Alicante, pero se trasladó pronto a Algezares, donde hoy reside. Su padre, cuenta, era hilador y tenía varios clientes por esta zona a los que abastecía «con muchas dificultades», a causa de la distancia entre ambas localidades. «Así que decidí venirme aquí». En la pedanía murciana levantó después una empresa familiar en la que Roque trabajó hasta su jubilación. «No eran tiempos fáciles, pero entonces solo pensábamos en trabajar para salir adelante», recuerda. Hoy, subraya, «estamos en las casas, pero tenemos de todo».

A su edad, después de una larga vida de trabajo, nunca hubiera imaginado vivir una situación como la actual crisis, que incide, «no es solo de un lugar, sino global, de todo el mundo». Tampoco este escenario es comparable a nada que él haya conocido: «Esto -dice- es muy distinto». Pese a todo, es optimista y se encuentra «muy bien de ánimos»: «Solo echo de menos ver a los nietos y a mis hijos».

Su contacto con ellos es diario, aunque a través del teléfono móvil. «Me llaman y me mandan reportajes», explica en alusión a los vídeos y fotos que le envía uno de sus tres nietos. El avance del virus, reitera, le preocupa también por ellos, pero «son responsables y están llevando todo esto bien». También el resto de ciudadanos, cree: «Vamos todos a una» y «todo el mundo está respondiendo». «Si nos empeñamos, esto pasará. Tengo esperanza».

Loli Alemán, 81 años, no le teme al virus: «Solo me preocupa enfermar y que mi familia tenga que cuidarme», afirma desde su casa de Murcia, donde vive en compañía de su gato

«Siempre he sido muy vitalista; saldremos seguro»

Loli Alemán, de 81 años, en la puerta del salón de su casa en el centro de Murcia, donde pasa la cuarentena. Guillermo Carrión / AGM

A Loli Alemán (Algezares, 1938) la vida le empuja más que el miedo. Tiene 81 años -«los cumplí el pasado septiembre», cuenta risueña-, y desde hace seis vive sola. Hasta hace unos días le asistía en casa «una chica; venía a limpiar una vez a la semana, pero ya no lo hace porque tenía que coger el autobús y le dije que no viniera. No tengo mucho que hacer y me apaño sola», explica desde el otro lado del teléfono.

El cierre de la vida social que el Covid-19 ha impuesto a todo el país ha trastocado la rutina de Loli, antaño propietaria de una carnicería y pollería en el centro de Murcia, en la calle Junterones, precisa. Allí ha pasado gran parte de su vida viendo entrar y salir a la gente, compartiendo con ella sus quehaceres diarios, y esbozando, cada mañana, una sonrisa a clientes y vecinas.

A pesar de su edad, posee una salud de las denominadas «de hierro» que le permite 'escaparse' a la calle a comprar, a pasear, «a tomar un café con una amiga», e incluso «ir a la Universidad», a cuya Aula Sénior acude desde que se jubiló, hace ya más de quince años. «Voy andando», explica, «porque me pilla muy cerca».

Ese movimiento al que estaba habituada es lo que echa de menos estos días: salir y disfrutar de un rato de charla, del bullicio de la ciudad, e incluso «de una cerveza». «Siempre he sido muy vitalista. Ahora nadie me llama. Todo el mundo tiene miedo. Se han vuelto invisibles», asegura Loli. Ella, no.

Dos hijos y dos nietos

«Solo me preocupa enfermar y que mi familia tenga que cuidarme», aclara. Tiene dos hijos con los que habla por teléfono con regularidad y que la visitan también con asiduidad. «A veces comen aquí; otras vienen a llevarse la comida». También lo han hecho estos días, afirma la mujer, «porque yo no quiero dejar de disfrutar de su compañía». Ni de la de ellos ni de la que le proporcionan sus dos nietos, a los que ve menos «porque son mayores; tienen sus vidas y sus parejas», cuenta. Pero, eso sí, en cuanto ella no se encuentra bien «acuden rápidamente», resalta.

Acostumbrada al alboroto -no tiene más que asomarse a la ventana para ser testigo directo del trasiego que hasta hace dos semanas reflejaban las calles de la ciudad-, para Loli, al igual que para todos, esta es una «situación muy extraña. Sé que es cierto, pero todavía no puedo creer todo lo malo que puede ocurrirnos, y debe ser así, porque de otro modo no lo dirían tanto», se sorprende esta anciana en edad y joven en espíritu.

Ella no conoce 'achaques', al menos propios: «Me muevo bien y no tengo dolencias. Solo tomo una pastilla para la tensión que me mandó hace muchos años el médico, y no sé muy bien por qué». Cocina, cose, le gusta leer y pasa el tiempo con su gato, 'Minos', con el que, desde hace una década, comparte hogar y se «lleva de maravilla».

«Y él conmigo», añade.

'Minos' -«aunque yo le llamo 'Chiquitín'», detalla- es quien le acompaña cuando no hay nadie en casa; él y «los pensamientos de todo lo bueno que ya ha pasado y de todo lo bueno que pueda llegar en un futuro». Para Loli, admite, no hay casi nada que pueda romper su optimismo, ni siquiera el coronavirus: «Saldremos seguro, ¿cómo no vamos a salir?», pregunta convencida. «Lo que deseo es que pase más o menos rápido, que no haya más muertes y que no sea tan terrible como dicen. He vivido muchos años; en cada época mandaban unas circunstancias, y no imaginaba que podía ocurrir una cosa como esta. Pero no estoy acongojada, estoy más preocupada por mi familia que por mí. Yo he vivido mucho, y quienes tienen que seguir viviendo son los jóvenes. Confío en que no les pase nada... Lo último que he oído es que creen que ya están consiguiendo una vacuna...».

Loli tiene en casa una mascarilla. Se la compró su hija y se la pone cuando sale a comprar. Ella la llama «máscara». Insiste en que el virus «pasará».

«La sensación de soledad», sin embargo, «está todos los días; no solo ahora».

Vicente López, 75 años, y Tomasa Pérez, 67. Cuidan la dieta y tiran de videollamadas con hijos y nietas

«Hay que aguantar lo que viene y pensar en positivo»

Vicente López y Tomasa Pérez, en su casa de Cartagena. Pablo Sánchez / AGM

Después de «treinta y tantos años viviendo en El Palmero», un paraje rural cercano a La Aljorra, Tomasa Pérez, de 67 años, y su marido, Vicente López, de 75, se mudaron hace apenas cuatro meses a un piso de la calle Arena, en el centro de Cartagena. «En invierno aquello está solísimo y, aunque no tenemos miedo, a nuestra edad es como si fuera un encierro», cuenta a LA VERDAD Tomasa. Y se toma con humor que, apenas aterrizados en la ciudad, el coronavirus les ha impuesto un confinamiento obligatorio.

«La experiencia del campo me ayuda. Me gusta estar con mucha gente, pero también sola. La soledad no me mata. Y, aunque a nadie le agrada esta situación, que digan que vamos a estar un mes o dos no me hace perder la calma», comenta Tomasa, quien fue administrativa en Tenerife y después ama de casa.

Este matrimonio no oculta que, como padres y abuelos, echan de menos a sus tres hijos y, cómo no, a sus dos nietas: Daniela, de 10 años, y Marina, de 5. «Las crías estuvieron aquí unos días, cuando cerraron el colegio. Entendieron que no podíamos salir y lo pasamos muy bien. Ahora están en su casa de Murcia y hablamos por videollamada», explica Vicente.

Los hijos que residen en la ciudad portuaria les hacen la compra, y eso les evita exponerse a un posible contagio en la calle. Precavidos, también cuidan su dieta: «Llevamos una alimentación muy buena. Mucha verdura y fruta, nada de salado y, de dulce, solo bizcochos de los míos», sonríe Tomasa. Y añade que lo más importante es «aguantar lo que viene y ser positivo». «Una amiga no se ambientaba a estar encerrada. Pero, gracias a que hablamos por teléfono, ya me dice: '¡Vamos a pensar que no nos va a pasar nada y que vamos a salir de esta!'. Y yo le respondo: '¡Y lo celebraremos con una fiesta!'».

Vicente suma otro riesgo: trabajó en el astillero de Bazán (ahora Navantia) como tubero: «Estuve en contacto con el amianto y ahora me canso al caminar y a veces me falta el aire». El neumólogo le ha tenido que aplazar una revisión de los pulmones, pero él no se arredra: «Yo ya me jubilé, pero mucha gente se quedará en el paro. Así que cada uno debe aportar lo que pueda. Y lo que yo puedo es quedarme en casa».

Por José Alberto González

José Poveda Lario, 88 años. Vecino de La Hoya. Pasa la cuarentena trenzando esparto

«Es importante lo que está pasando, pero quiero alegría»

José Poveda, en su casa de La Hoya. Andrés Ribón / AGM

José Poveda (Lorca, 1931) posa para el fotógrafo con su perro 'León' mientras sostiene una larga trenza de esparto en el regazo, que ha tejido de forma automática durante la mañana. Su salida al jardín para ser fotografiado desde el exterior de la valla de la casa es la primera desde que se inició el confinamiento. «No lo llevo mal, pero echo de menos ir al centro de día», dice sobre el aislamiento y la protección máxima que le dedica su familia, con la que pasa el encierro entre partidas de cartas, chistes y programas de Canal Sur que no tienen que ver con el Covid-19. «No quiero ver las noticias; me pongo triste. Sé que es importante lo que está pasando, pero me cansa mucho. Quiero alegría», sentencia durante la entrevista telefónica.

El móvil y las aplicaciones de videollamada se han convertido en la ventana desde la que ve a sus bisnietas, pero echa de menos poder jugar con ellas, como solía hacer por las tardes, cuando la vida sin pandemia era mucho más amable.

«Yo pasé el tifus de pequeño y una neumonía que me duró seis meses», relata tirando de su prodigiosa memoria, para concluir que «al coronavirus no le tengo ningún miedo. No he tenido ni un resfriado este invierno». La opinión de José sobre la enfermedad que tiene en jaque al mundo es de preocupación: «Esto está muy extendido; no sé si acabará pronto. Tiene más importancia de la que pensamos», y no acierta a explicarse cómo aún no existe una vacuna «si hasta para la gripe hay. Tanto adelanto y no encuentran solución a esto».

Sobre el estado de alarma, el cese de la actividad económica, el cierre de las empresas y las incomodidades de la nueva vida cotidiana, este veterano agricultor y ganadero, autodidacta y que no pisó la escuela, afirma con incredulidad que «esto era lo que me quedaba por ver» al borde de los 89 años. La nueva situación también ha alterado todas sus rutinas y añora el entretenimiento que le proporcionaban los talleres de manualidades y la gimnasia gerontológica del centro de día de la Fundación Poncemar, al que acudía puntual desde hace dos años y que le dio «la vida» tras perder a su mujer. Ahora sigue trenzando esparto a la espera de que escampe.

Por Inma Ruiz

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