El «dulce cuento» de Galdós en la isla del Barón del Mar Menor
'La Primera República'. Los días felices de 1873 en los que recobró la pasión de ánimo, el recuerdo de angostas travesías de Cartagena, de maestras con «la mar de libros» y mozos empleándose en los trabajos más duros... La isla del Barón y el Mar Menor quedan en los 'Episodios Nacionales' como una ilusión óptica del deseado edén
De la relación de Benito Pérez Galdós (1843-1920) con Murcia y Cartagena todavía es posible extraer más jugo, si bien es cierto, como apuntan Brian J. Dendle y José Belmonte Serrano (UMU) que en 'La Primera República' (1911), una de las obras incluidas en la Serie Final de los 'Episodios Nacionales', ya hay «una amplia evocación» del Cantón de Cartagena y de otros rescoldos cantonales. No pocos fueron los ingenuos que creyeron la fantasía del «paraíso federal»: «Tanto sentimentalismo me parece de muy mal agüero -escribe Galdós-. Creen estos inocentes que las revoluciones se hacen con discursos frenéticos, con abrazos fraternales, con vivas estrepitosos y cantinelas optimistas».
Lo llamativo es la escasa atención que han dado los estudiosos a unas páginas maravillosas, su «dulce cuento» sobre el Mar Menor, que llevó al insigne escritor canario a disfrutar en 1873 de unos días reparadores en la isla Mayor o isla del Barón, donde vino a entonarse tras una temporada con flojera muscular. Así lo describe en el capítulo XXVI de 'La Primera República' (1911). Vino a este empíreo recodo por insistencia de tres amigos: Fructuoso, Alemán y Alberto Araus. Ya el viaje le resultó de espanto, pues creía Galdós que dado su estado de extenuación «no podría recorrer con vida el camino de tierra y mar, que se me antojaba de una longitud fabulosa».

Mi única diversión era pasear sin fatiga, recorrer la plácida costa de la isla en las partes donde no había cantiles infranqueables, subir a las cimas no muy altas, y tumbarme allí donde encontraba un lugar mullido y fresco para la contemplación del paisaje y la dulce tarea de no hacer nada
I. OLLO

Aunque en mi albergue modesto y patriarcal abundaban los utensilios de caza y pesca, no se me ocurrió entretenerme en ningún deporte, pues siempre me repugnó la persecución y matanza de inocentes animales del aire y de las aguas.
Mi única diversión era pasear sin fatiga, recorrer la plácida costa de la isla en las partes donde no había cantiles infranqueables, subir a las cimas no muy altas, y tumbarme allí donde encontraba un lugar mullido y fresco para la contemplación del paisaje y la dulce tarea de no hacer nada
I. OLLO
El lugar («la pintoresca isla») donde desembarcaron no lo recordará en ese momento, si bien dio por sabido que se trataba de una propiedad del barón de Benifayó. Hoy, la isla del Barón sigue en manos privadas. En 2018, el ingeniero agrónomo Gonzalo Quijano, quinta generación de la familia propietaria, los Figueroa, se dejó retratar con uno de los halcones anillados en este «santuario de la naturaleza» junto al palacete neomudéjar con ventanas a La Manga del Menor.
Qué grata sensación experimentó Galdós en este lugar para afirmar prontamente que a las pocas horas de apearse titubeante de la chalana que le transportó ya estaba completamente entregado a los encantos circundantes. «La hermosura del sitio, la pureza del aire, la quietud y transparencia de las aguas, influyeron de tal modo en mi naturaleza física y moral que por la tarde me reconocí muy mejorado», escribe Galdós. Permaneció aquí, aislado del mundo, «por dos o tres días», en la casita del guarda de la isla, que vivía con su mujer y unos chiquillos, que le agasajaron con bondad desde su llegada. La primera noche, evoca Galdós, dormiría «como un canto». Tanto que «a la mañana siguiente ya era yo otro hombre».
«Comiditas de enfermo»
Cómo lo verían los amigos y la familia del guarda que sus «buenos patrones» se empeñaron en darle «comiditas de enfermo», «mas yo prefería las calderetas de pescado fresco con que ellos se alimentaban diariamente». «Con este vivir fácil y mis calderetas de mújol fresco al medio día, mis fritangas de barbos y bogas por las noches, con algún hojaldre de añadidura, me reconstituí en mi ser normal apartando mis ojos de la cara fea de la muerte. Lo único que me quedaba de mi trastorno era la incapacidad para contar las horas y los días», hace saber el literato, que dedica aquellos «dos o tres días» a la contemplación, a pasear sin fatiga, a recorrer la isla por donde no había pedregales o «cantiles infranqueables», así como a subir a las cimas, aún hoy reconocibles, «y tumbarme allí donde encontraba un lugar mullido y fresco para la contemplación del paisaje y la dulce tarea de no hacer nada».

En muy pocas horas se halló «mejorado»
La hermosura del sitio, la pureza del aire, la quietud y transparencia de las aguas, influyeron de tal modo en mi naturaleza física y moral que por la tarde me reconocí muy mejorado. Nos albergamos en una casita donde moraba, con su mujer y unos chiquillos, el guarda de la isla, y tal fue la bondad con que me agasajó aquella excelente familia que mis amigos, previa discusión entre todos, acordaron dejarme allí por dos o tres días.

En muy pocas horas se halló «mejorado»
La hermosura del sitio, la pureza del aire, la quietud y transparencia de las aguas, influyeron de tal modo en mi naturaleza física y moral que por la tarde me reconocí muy mejorado. Nos albergamos en una casita donde moraba, con su mujer y unos chiquillos, el guarda de la isla, y tal fue la bondad con que me agasajó aquella excelente familia que mis amigos, previa discusión entre todos, acordaron dejarme allí por dos o tres días.
Todo esto sucedía en la isla del Barón, mientras en Madrid unos días después dimitía Salmerón como tercer presidente de la República Española (7 de septiembre de 1873) y el «gran tribuno» Emilio Castelar le sucedía con un gabinete del que Galdós se enteró en Cartagena, en la redacción de 'El Cantón Murciano'. Salmerón pasó a ocupar el puesto de presidente de las Cortes. «Era opinión general en Cartagena -remarca Galdós- que don Emilio iba a meter mano a los cantonales, poniendo sitio a la plaza en toda regla. Sin que yo pusiera nada de mi parte, y hallándome aún a media convalecencia, me vi otra vez llevado a la corriente histórica, que en aquellos días de septiembre era mansa y sin notorias turbulencias. Dudo que merezcan pasar a los Anales de Clío los acontecimientos que, vistos de cerca, me parecieron de poca monta y no alteraban la marcha indecisa y claudicante del Cantón».
Luis Miguel Pérez Adán, cronita oficial de Cartagena, ya contó en LA VERDAD ('El sitio de Cartagena', 8 de julio de 2017), que la Sublevación Cantonal de Cartagena (julio 1873-enero 1874), es el hecho histórico más relevante en ese tiempo. Seis meses de operaciones militares entre las fuerzas cantonalistas y las tropas gubernamentales. En ese capítulo XXVI de 'La Primera República' hace saber Galdós a los lectores que pacificada Valencia, el general Martínez Campos [jefe del Ejército de Valencia, capitanía general a la que pertenecía Cartagena, recuerda Pérez Adán], arriba «hasta nuestra plaza, llegando hasta La Unión», y, más concretamente, hasta los alrededores de Santa Lucía. A Galdós le cuentan que hubo un tiroteo y que las fuerzas centralistas se retiran de madrugada. En cualquier caso, recuerda Galdós en este extremo, a propósito de la corriente histórica, que aquellos primeros días de septiembre de 1873 que él estuvo en Cartagena tras descansar en el Mar Menor dicha corriente era «mansa y sin notorias turbulencias».

Un apetito voraz
Aquella noche dormí como un canto. A la mañana siguiente ya era yo otro hombre. Recorrí sin cansarme distancias que el día anterior me habrían parecido considerables. Mis buenos patrones me daban comiditas de enfermo; mas yo prefería las calderetas de pescado fresco con que ellos se alimentaban diariamente. En uno de estos comistrajes, no sé si al segundo o tercer día, mi apetito se desarrolló hasta la voracidad.
Días de hazañas ilusorias
Sigo pasando ante tu vista, lector discreto, una cinta histórica de menguado interés: iniciativas abortadas, hazañas ilusorias, planes muertos apenas concebidos. Salió Contreras en busca de Martínez Campos, con grande aparato de fuerzas de tropa y Milicias, cañones Krupp, Ingenieros, Caballería, Sanidad Militar, pertrechos de guerra y boca, y demonios coronados. Los dos Ejércitos no se encontraron o no quisieron encontrarse.

Un apetito voraz
Aquella noche dormí como un canto. A la mañana siguiente ya era yo otro hombre. Recorrí sin cansarme distancias que el día anterior me habrían parecido considerables. Mis buenos patrones me daban comiditas de enfermo; mas yo prefería las calderetas de pescado fresco con que ellos se alimentaban diariamente. En uno de estos comistrajes, no sé si al segundo o tercer día, mi apetito se desarrolló hasta la voracidad.
Días de hazañas ilusorias
Sigo pasando ante tu vista, lector discreto, una cinta histórica de menguado interés: iniciativas abortadas, hazañas ilusorias, planes muertos apenas concebidos. Salió Contreras en busca de Martínez Campos, con grande aparato de fuerzas de tropa y Milicias, cañones Krupp, Ingenieros, Caballería, Sanidad Militar, pertrechos de guerra y boca, y demonios coronados. Los dos Ejércitos no se encontraron o no quisieron encontrarse.
«Vanas correrías»
Todavía precisa más «el autor de los diálogos vivísimos», como alabó Antonio Maura, al referirse a aquellos instantes que estuvo por estas tierras mientras pasaba ante su vista, y la de los lectores, «una cinta histórica de menguado interés: iniciativas abortadas, hazañas ilusorias, planes muertos apenas concebidos». Porque a Martínez Campos le responde Contreras [el teniente general del Ejército Juan Contreras y Román, presidente del Gobierno cantonal de Cartagena al final de la Primera República], que salió en busca de Martínez Campos «con grande aparato de fuerzas de tropa y milicias, cañones Krupp, Ingenieros, Caballería, Sanidad Militar, pertrechos de guerra y boca, y demonios coronados. Los dos Ejércitos no se encontraron o no quisieron encontrarse». Entre las «vanas correrías», Galdós habla con alardes irónicos de un caballo herido en la boca por casco de proyectil, otro casco que perforó el parche de un tambor, un soldado lastimado y restablecido con auxilios caseros... Otra cosa es lo que vendría después, «hechos de armas tan resonantes que para referirlos toda la tinta será poca». Da, en cualquier caso, algún apunte, como «el viajecito de Gálvez (Antonete) a Torrevieja en el Fernando el Católico, y la sorpresa de Águilas por el brigadier Carreras en el mismo buque, solo sirvieron para esquilmar con escaso provecho a estos dos pueblos».
En cualquier caso, lo que más quiere Galdós es seguir recordando «mi dulce cuento», los días felices en los que recobró la pasión de ánimo, el dibujo de angostas travesías de Cartagena, de maestras con «la mar de libros» y mozos empleándose en los trabajos más duros... La isla del Barón y el Mar Menor quedan en los 'Episodios Nacionales' como una ilusión óptica del deseado edén.
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