La Sicilia de Lampedusa: la espesura del tiempo
Viaje por la Italia más literaria ·
Sicilia parece estar hecha a la medida del Príncipe de Salina. Comparte su desolación por los nuevos tiempos, siempre agarrada a las civilizaciones antiguas, a ... las montañas escarpadas donde crecen las ortigas, los acantilados azotados por las mareas que vienen de África. Es una tierra que no renuncia a la belleza, que prefiere la pobreza a desvestirse de su historia, como Fabrizio Corbera, el Gatopardo, último vestigio de una familia aristócrata, resistiendo al tiempo como el templo de la Concordia de Agrigento, al sur de la isla. Pocas veces una novela permite leer tan claramente el sentimiento de un pueblo, el siciliano, dispuesto a dejarse morir con tal de no perder ni un ápice de su esencia.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa fue un hombre que llegó tarde a la historia. Recibió en herencia un título inservible, porque la Italia republicana eliminó cualquier traza de realeza, tras veinte años de fascismo. Su reino no era de este mundo, sino el de las fotografías acribilladas por la ceniza, el de los muebles plagados de termitas y el de las reliquias de santos imaginarios, reserva espiritual que sus abuelas habían colocado en todos los rincones de su casa. El palacio donde vivió su bisabuelo, Giulio IV di Lampedusa, fue destruido por una bomba norteamericana, en los días del desembarco aliado. A Tomasi le quedaba sentarse a la sombra de un árbol mientras bebía un café en el Mazzara, hoy cerrado, extinto, como toda la mitología del ayer.
Escribió el aristócrata una novela soberbia, que habla tanto de nuestros días que parece que la obra se reescribe con cada generación. «Algo tiene que cambiar para que todo siga igual», dijo el Príncipe de Salina con cejas melancólicas viendo como los garibaldianos desembarcaban en Marsala. Desde allí, el ejército de las camisas rojas se extendió por la toda la isla, entró en las iglesias, saqueó los palacios y le habló al campesinado con un nuevo lenguaje, les puso una urna y los invitó a votar, aunque aquella democracia se preocupase menos por el pueblo que los papas y los viejos reyes.
En el castillo de Donnafugata se refugió el príncipe, esperando un final anunciado en los hombres de chaqueta negra y corbata. Su lugar ya había cedido al peso de los nuevos tiempos. Era una reliquia con bigotes de brillantina y el rezo del rosario al atardecer. Incluso la novela se puede leer a través de la geografía. El castillo, lugar en el que se desarrolla gran parte de la historia, está encuadrado en el vértice oriental de la isla, donde se siente más el aliento español. A pocos kilómetros de Ragusa, de allí nacen las iglesias barrocas como cactus hermosos, las calles empedradas retorciéndose en la sombra y un aire de Calvario en cada barrio. A Ragusa se suman Noto y Módica, el triángulo sentimental de la presencia hispana, cuyo trazado urbano se parece a una ciudad andaluza en los calurosos días de verano. Incluso la catedral de Palermo, el lugar donde Tomasi di Lampedusa llegaba sofocado para descansar, tiene un aire de Giralda, como esos hermanos que se parecen en la distancia.
«Algo tiene que cambiar para que todo siga igual», dijo el Príncipe de Salina con cejas melancólicas
La Sicilia gatopardiana se resiste a dejar su hueco en la historia. Pelea por convivir con otros héroes, de indudable traza. Los mercados exponen sus productos frescos, la vida se abarata a gritos, se pesa el alma y las hortalizas, frente a carteles que recuerdan a los jueces Falcone y Borsellino, mártires de la democracia asesinados por la mafia. Pero nada puede quitarle a la isla el perfil lampedusiano. Se alza con elegancia, al caer la tarde, un fervor de tiempos pasados que habita las calles de Palermo y los pueblos provincianos. En efecto, la historia no deja de cambiar para volver siempre al mismo punto de siempre. Una mesa a la sombra en el café Mazzara. Allí, Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribe una novela inmortal. Como Sicilia. Como la belleza que retiene todo lo humano.
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