Collage con el faro de Cabo de Palos y la tumba de la monja. José Luis Martínez Valero

La tumba de la monja del 'Sirio'

Durante años se contaron de abuelos a nietos curiosidades del hundimiento del transatlántico el 4 de agosto de 1906, entre ellas la de la misionera que fue sepultada en la ladera del faro

José Luis Martínez Valero

Domingo, 14 de julio 2024, 07:55

«En las faldas pétreas del faro / había enterrada una monja. / Ahogada en el naufragio de 'El Sirio'. / Dicen que era joven, delicada, bella. / Intacta ... la devolvía el mar, pero muerta. / Angélica gaviota en la tela del agua. / Nadie preguntó por ella. / Nadie vino a buscarla. / La piedad de los hombres de la mar, / la depositó en la tierra / sin llanto ni nombre. / Serían el faro y el monte / un inmenso grandioso mausoleo» [María Cegarra en 'Desvarío y fórmulas' (Editorial Levante, 1978. Libro-homenaje a Andrés Cegarra Salcedo en sus bodas de oro con la muerte 1928-1978)].

Publicidad

En el camino hacia el faro de Cabo de Palos, más allá del Mosqui, frente a la casa 'Cristales míos' de las hermanas Cegarra, apenas había viviendas. No obstante, muy cerca de la cala de la Escalerica se encontraba lo que llamábamos 'La casa del Marqués', con una espléndida terraza que permitía disfrutar de la vista del mar y de la costa hasta Calblanque. Al pie del faro, elevado sobre un monte que desafiaba toda tempestad, se encontraban algunas residencias de veraneo, a una de ellas la llamábamos del Gobernador, donde no era extraño descubrir el coche oficial, y algún que otro policía vigilante. Al otro lado del camino se encontraban: la Estación de Telegrafía y Radio Costera, junto a Correos. Al borde del acantilado, una o dos viviendas.

El veraneo tenía una vertiente ascética en aquellos años, se prencindía de comodidades urbanas, agua corriente, electricidad, alcantarillado. Las familias y, sobre todo, los hijos, estaban allí para disfrutar del mar. La playa inmensa de La Manga, parecía extenderse hasta el infinito, presidida por la gran duna del Monte Blanco, sin camino asfaltado alguno. Jóvenes y pescadores se adentraban en aquel paraje deshabitado, caminando siempre sobre arena, que cubría una vegetación autóctona.

La dieta fundamental era el pescado, siempre fresco, meros, doradas, sardinas, calamares, pulpos y todo tipo de morralla para hacer el caldo de un plato repetido: el caldero, que junto a los escabeches eran el fundamento de nuestra alimentación.

Publicidad

Junto a la playa de La Barra había una pequeña ermita, dotada de una campana cristalina a la que asistíamos los domingos con nuestras mejores galas. A veces, en ciertos días señalados, por haber llegado visitantes, abiertas las puertas, los hombres seguían la ceremonia de la misa, con los pies metidos en el agua. Estas incomododidades no formaban parte de un programa de privaciones. Por el contrario, eran estimadas como experiencias, que nos devolvían a un estado natural, que la ciudad había ido alejando, al convertir en civilizados, a quienes vivían en ella. El adoquín o asfalto, las aceras, las comodidades domésticas, todo al alcance de la mano, había dado lugar a un ser humano que desconocía lo esencial, desconocía el polvo del camino, los árboles, los pájaros, los peces, las cabras y su leche, incluso el peligro del perro rabioso. El ciudadano habitaba ya una segunda naturaleza, que para aquellos veraneantes era desconocida.

Por las noches, con los pequeños dormidos en las faldas de las madres y muchachas, con apenas un quinqué encendido en el comedor, sumidos en la oscuridad, bajo un cielo plagado de estrellas, donde era fácil descubrir la Osa Mayor y la Menor, el camino de Santiago, o las noches de una luna mágica, quienes pasábamos de los siete años, tras contar los descubrimientos del día a día, o presumir de la pesca más o menos afortunada, solíamos escuchar a los mayores, aún había abuelos que recordaban el hundimiento del 'Sirio', ocurrido el 4 de agosto del 1906. Cada año se volvían a contar las mismas historias.

Publicidad

Muchos de aquellos cadáveres se alinearon al pie del edificio que ejercía de Casino, otros fueron enterrados directamente en alguna de las playas donde la marea los había depositado. Farero y pescadores, tras hundirlos bajo la arena colocaban una cruz y un número, los distinguían por algún rasgo que al poco era olvidado. Pero, cuando llegó la monja, todos querían saber de ella.

Era joven y rubia, rostro sereno y pálido, sonreía como una novia, había llegado como si navegase sobre sus propios hábitos, las manos cruzadas en el pecho sostenían una cruz. Para que no sufriese los efectos del agua la llevaron a la falda del monte donde había quedado el hueco del Obispo que ya había sido rescatado por su diócesis. Dijeron, así se hizo, que pondrían una pequeña verja para conservar y distinguir la parcela, al poco alguien colocó una de esas mariposas, protegida con un el cristal de algún quinqué que habría quedado inútil. Todos los días una niña llevaba aceite y la mantenía encendida.

Publicidad

Pasadas unas semanas del desastre aparecieron en el pueblo unas monjas que vestían el mismo hábito y hablaron con los pescadores que las llevaron al farero y al lugar donde alguien había clavado unas estacas, para fijar con exactitud la tierra en que había sido enterrada. El faro, que en aquellos años no tenía valla alguna, mostraba a quienes se acercaban la sepultura. Después se supo que aquellas monjas pertenecían a la misma orden y al mismo convento, que era misión de aquella joven incorporarse al de Buenos Aires.

El día era azul, sin nube alguna, a lo lejos, sin embargo, muy próximas se veían las islas Hormigas, alguien les indicó a medio camino el lugar donde naufragó el 'Sirio'. Las gaviotas, suspendidas en el cielo, se dejaban llevar por las corrientes del aire. El agua golpeaba las rocas que defendían el faro, cubrían de espuma blanca las aguas verdes, azules, que lentas, lamían la arena de las pequeñas calas.

Publicidad

Flores cada año

Las reverendas madres que habían ido con el propósito de depositar el cadáver en tierra sagrada, entendieron que aquel monte abrupto, azotado por todos los vientos, con matas de esparto, saladares, algún pino y morsanas, más el ruido constante de las aguas de levante, de poniente, de lebeche era tan santo como el cementerio que les habían ofrecido. Cuando las monjas fueron a despedirse, depositaron un ramo de flores, margaritas blancas y, tras sus oraciones, la dejaron en aquel lugar seguro. Durante años, los visitantes del faro contemplaban aquella pequeña tumba.

Durante años, desde Roma, cada mes de agosto llegaban unas hemanas que depositaban ramos de flores y oraciones. Sería por los setenta del siglo pasado cuando una remodelación derribó aquella tumba. Pese a que conocí el lugar exacto, hoy, cuando me lo preguntan, aseguro que no lo reconozco. Las monjas dejaron de venir, hay nuevas construcciones, los edificios oficiales casi han desaparecido. Sin embargo, bajo la tierra áspera del faro, como escondido, permanece el recuerdo de aquella joven, que naufragó, camino de Buenos Aires. ¡Descanse en paz!

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis

Publicidad