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Pepe Imbernón, en la terraza de su casa, donde cuida de sus 45 canarios y sus tomateras. a. salas
Una vida sin bajar los párpados
PROPIOS Y EXTRAÑOS

Una vida sin bajar los párpados

Pepe Imbernón, repartidor de telégrafos y licores, listero, picapedrero, criador de cerdos y conejos, pescador y costalero. «Cuando matamos el berraco de Roda, de 500 kilos, llevé los jamones en bicicleta», no olvida

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Miércoles, 18 de julio 2018, 22:46

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La infancia la perdió Pepe Imbernón en un naufragio cerca de La Manga. Lo echaban de renacuajo en el bote con sus abuelos cuando una tormenta lo dejó en remojo sin poder deshacerse de la vela latina que le había caído encima. «Un marino de la base de hidros de Los Alcázares me salvó la vida», cuenta el jubilado de mil oficios. Ni las hormigas, que trabajan toda la vida pero en la misma tarea repetitiva, pueden compararse con este hombre de mil oficios que no conoce la fatiga. No hay especie igual a Pepe Imbernón. Si fuera un 'millennial' lo llamarían multifunción, pero nació en la España del carburo y la navaja de afeitar, de la fresquera y del primer King Kong.

A los doce años repartía los telégrafos que a la oficina de Los Alcázares llegaban en clave de morse. «El telegrafista los traducía y los escribía a mano y yo los llevaba en la bicicleta. Había días que llegaban más de 30, unos malos y otros buenos», recuerda el niño que observaba el mundo que le iba a exigir una vida sin dejar caer los párpados.

  • Quién Pepe Imbernón.

  • Qué Jubilado de mil oficios.

  • Dónde Los Alcázares.

  • ADN Laborioso y enérgico.

  • Pensamiento «Me he preguntado a veces si merecía la pena tanto trabajo».

Después fue «listero en la estación ferroviaria 14/40 de Los Alcázares. Había 120 trabajadores y yo tenía que pasar lista y vigilar que ninguno se marchara. Eran tiempos de necesidad», no olvida Pepe, que nunca puso reparo a una tarea. Sus costillas aún recuerdan los años que pasó después picando piedra para construir la pista de aterrizaje de la base militar de La Ribera por 14 pesetas al mes. La misma faena le esperaba en La Unión, «donde picábamos de sol a sol por 22 pesetas al mes en la mina La Brumita».

«Aunque me echaras no me iba de tu lado», le dice a su mujer

Sus manos se endurecieron en la construcción de los depósitos de combustible de la base y en todas las oportunidades de trabajo que le ofrecían para subir el jornal. «No había más remedio que llevar dinero a casa, sobre todo tras el accidente de mi padre», llega Pepe al cambio de agujas de su vida. Un autobús militar perdió el control y le segó al pasar el brazo a su padre, que llevaba fuera de la ventanilla de su furgón de obreros que iban al tajo. A su padre y a cinco operarios más que aireaban sus brazos en el camino. Todos mancos, en uno de esos latigazos de la vida. «Nos engañaron con la primavera», cantaba Manu Chao no hace tanto.

Esa energía inagotable de Pepe la aprovechó el patrón de la empresa Marín Garre, de Torre Pacheco, de la que se hizo repartidor «en un carro con bestias de lo que se llamaban coloniales: conservas, habichuelas y garbanzos, bonito y caballa, las pastilla Koki de mentol y penicilina para el constipado, licores y sardinas de bota, chocolate de la fábrica Tárraga de San Pedro». «Cuando llegaba un camión con cajas de Terry, Fundador y Veterano había que descargar miles de kilos a lomo», le pesan aún los hombros.

En la matanza del cochino, a Pepe le tocaba llevar los jamones en bicicleta hasta la cámara del comercio Pardo, de San Javier, para curarlos con sal y tiempo. «Cuando matamos el berraco de Roda, de más de 500 kilos, también llevé a pedales las patas, que pesaban cada una 40 kilos», seguía sin mirar atrás. En su vieja bicicleta llegaba a todo: «A mí no se me ha hecho tarde en la vida. Y si llovía, me ponía un saco y un vergajo y pa'lante».

A un mal de pleura tiene que agradecer Pepe haber encontrado novia, esposa y compañera. El cuerpo que descargó como cuatro mulos una carga de mercancía bajo la lluvia, tuvo que postrarse al sol una temporada en una hamaca que su madre le puso a la espalda de la iglesia de la Asunción. Una joven dependienta le llevaba ponche con yema de huevo y quina Santa Catalina hasta que recuperó el aliento. «No podía encontrar otra mejor. Aunque me echaras no me iba de tu lado», le dice Pepe a la joven del ponche 60 años después. Para ella construyó una casa con sus manos, se empleó en la tienda El Globo, puso una heladería, crió cerdos y conejos y vació sentinas.

Como cogió carrerilla, Pepe no ha parado en su jubilación. No hay asociación con la que no colabore en su faceta de ciclista, intérprete de bandurria y pandereta, costalero y tenista. Sabe que le quedan retos que tampoco ha elegido, por eso sale a ver amanecer el Mar Menor, a cuidar sus 45 canarios, a acariciar sus tomateras y replantar guindillas. Lo difícil que es comprender -nos hirió García Montero- «que se ama solamente aquello que envejece».

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