Cuando vienen mal dadas y no encuentro demasiados motivos para el optimismo, me gusta pensar en el tipo que, en la zona Norte de Murcia, ... ha colgado una hamaca de lado a lado de su diminuto balcón acristalado; un invento donde me digo que es imposible sentirse cómodo, pero que él mantiene incluso en invierno.
Reside en un tercer piso frente a un enorme bloque de ocho alturas, de tal forma que, si osa salir para tumbarse en lo que estoy convencido de que en algún momento imaginó como su oasis particular, queda expuesto en algo parecido a una 'performance' artística. Tal vez por eso nunca le he visto hacerlo. Aunque cada vez que paso cerca y diviso la hamaca me repito que en ese lugar reside un verdadero optimista, inquebrantable en el convencimiento de que cualquier día se tumba.
De camino al periódico hay una casa donde debe vivir otro. La primera vez, tuve que mirar dos veces para comprobar que era un barco lo que había en su jardín. La segunda, me di cuenta de que, por su estado de conservación, no podía haber tocado el agua en lustros. Aunque si está ahí es porque alguien sigue pensando que alguna mañana se levantará, lo pondrá todo en orden y lo llevará al mar.
La situación se puso extraña cuando hace unos meses encontré, en un compraventa de coches de segunda mano situado a poca distancia de allí, otro barco junto a dos Volkswagen Polo de los 90.
He de reconocer que al principio me burlaba un poco, pero con el tiempo he ido alineándome con todos los dueños de barcos y hamacas de la ciudad, y me han ido dando cada vez más ganas de llamar a sus casas y de ir, uno por uno, dándoles la enhorabuena por la fe. Cuanto más oscuros se ponen los tiempos, más necesitamos gente ajena a las leyes de la realidad. Hacen falta más personas viniéndose arriba, más hamacas en los balcones, más barcos en tierra, más cálculos erróneos. Más esperanza. Sobre todo si no hay razones para tenerla.
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