Hoy me meto en un jardín, de forma consciente y meditada. Un jardín que se lleva abonando mucho tiempo y que, pese a que luce ... bien, encierra malas hierbas. Hoy, quiero reflexionar sobre la actuación de los padres que tenemos hijos con necesidades especiales, ya sea por algún síndrome, trastorno, enfermedad o condición.
Cuando nos vemos en una situación así, queremos hacer cualquier cosa por nuestros hijos. Queremos que sus problemas desaparezcan, que su situación mejore mucho. Muchísimo. Y, por ello, a veces somos capaces de probar toda terapia, método o remedio que llegue a nuestros oídos. Así que llevamos a nuestros hijos de farsante en farsante a «equilibrarle los órganos», a «desbloquearle el cráneo» o a cualquier otra paparruchada que nos ofrezcan. Porque queremos ser buenos padres.
Pero no lo somos. Tenemos la intención de ser buenos, pero podemos producirles daño de diferentes formas: porque realicen tantas terapias que provoquemos que nuestros peques rechacen aprender con las terapias que de verdad funcionan, de lo cansados que están; porque sufran algún daño al realizarlas, por ejemplo, si les damos MMS (venenoso) o los metemos en cámaras hiperbáricas (lesiones en el oído); porque gastemos el dinero que tenemos en estafas que no funcionan y no nos quede para la terapia de verdad; porque perdamos tiempo realizando cosas inútiles y no lo aprovechemos para desarrollar su maximo potencial; o porque, al final, sus padres pierdan la energía o el ánimo, al darse cuenta de lo anterior.
Cuando las familias entramos en esta peligrosa dinámica, necesitamos que alguien proteja a nuestros hijos. Que el resto de familiares, amigos, nos abran los ojos. Que los profesionales sanitarios y educativos nos alerten. Que otros padres que pasaron por ahí, cuenten su experiencia negativa. Y, si lo anterior falla, entonces tendrá que entrar servicios sociales. Por mucha pena que nos dé. Porque lo fundamental es que los niños estén protegidos. Incluso de sus padres.
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