Cuando tenía tres años, me quedaba absorta viendo cómo mi bisabuelo sacaba, del armario, un tablero donde líneas quebradas atravesaban cuadrados negros y marfil. Tras ... ello, ponía junto a él una raída caja de zapatos donde atesoraba dos ejércitos latentes, compañeros de caja pero enemigos de tablero, dispuestos siempre para luchar.
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Con sus dedos, largos como batutas, dirigía la composición de la marcha militar sobre ese pentagrama, denominado damero, que a mí no se me permitía tocar. Mis tíos, jóvenes adolescentes, se turnaban frente a mi bisabuelo para interpretar la canción más silenciosa jamás compuesta: la de una partida de ajedrez.
Alonso siempre ganaba. Ese hombre, enjuto de cuerpo y obra, era un portento jugando al ajedrez. Aún hay, preservando su recuerdo, trofeos que llevan grabado su nombre. Como si a él le hiciese falta que pusieran «Campeón» en una chapa. Solo deseaba tres cosas: un tablero, contrincante y silencio.
Una tarde, sacó su ajedrez y yo esperé a que Francis o Luis apareciesen por la puerta, pero nadie vino. Manuela, mi bisabuela, cosía en la mecedora y sonreía, porque esa escena ya la había vivido. En ese momento, mi bisabuelo me miró a los ojos y me preguntó: «¿Quieres aprender a jugar?».
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Pocos recuerdos tengo de mi niñez tan emocionantes como ese. La sensación de capturar a un rey. De mover torres solo con el impulso de un dedo. De dibujar eles imaginarias galopando sin descanso. Mi bisabuelo murió cinco años después y nunca pude ganarle una partida.
Hace poco, rememoré lo que hoy les cuento cuando me crucé con la bicampeona de ajedrez de España, Elena Rodríguez. Su semblante sereno y emocionado, feliz por protagonizar el cartel de las fiestas, me recordó a las tardes con mi bisabuelo. Ojalá poder inmortalizar su esencia. Y pensé: ¡qué narices, se puede! ¡Que quiten el cartel y que le pongan una estatua!
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