Tengo miedo al verano. Bueno, no exactamente. Es difícil de explicar. Pero cada vez que llega el verano hay algo que me dice que lleve ... cuidado. Es como acariciar a un perro amable con los dientes demasiado grandes. No es probable que muerda, pero la probabilidad no le quita el miedo a nadie. Si no, que se lo digan a toda esa gente que tiene pánico a volar.
Dice la Asociación Internacional del Transporte Aéreo que una persona tendría que viajar en avión todos los días durante más de 460 años antes de sufrir un accidente donde se produjera al menos un fallecido. Sin embargo, sabemos que alguien con miedo no escucha 'todos los días' ni tampoco 'más de 460 años', pero oye perfectamente la palabra 'fallecido'. De eso va el miedo, de seleccionar lo terrible entre todas las posibilidades.
En la película 'Paris, Texas' (1984), uno de los personajes principales, Travis, un hombre del que no sabemos casi nada porque se pasa en silencio medio metraje, llega a un aeropuerto acompañado de su hermano, que ha ido a por él para llevarle de vuelta a Los Ángeles después de pasar cuatro años desaparecido. A las puertas del aeródromo, Travis pregunta angustiado: '¿Vamos a abandonar la tierra?'. Unos minutos después vemos un avión detenido, una escalera que baja y a él y a su hermano descendiendo entre reproches de la tripulación.
Ya casi no cogemos aviones, pero todos los años nos atropella un verano. Van ya dos seguidos en que parece que vamos a tener que conformarnos con mirarlos pasar y, al final, siempre se abre una ventana antes del cierre de todas las puertas.
De Travis entendemos algo más al avanzar la película, cuando en otra escena, subido a una enorme valla publicitaria, le dice a su hermano: «No tengo miedo a la altura. Tengo miedo a caerme». Puede que yo tampoco le tenga miedo al verano; solo a que caigan de golpe todos los veranos que ya he visto acabar.
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