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Martes, 7 de agosto 2018, 22:36
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Los caminos del Señor son inescrutables y la estupidez de los hombres, infinita. Eso último lo dijo Albert Einstein, de quien se ha escrito que era libertino pero del que no consta que en su trepidante vida fuera cazado en un control de alcoholemia. Quien dio positivo, hace unos días, fue un conductor que, empeñado en no desmentir uno de los muchos asertos atribuidos al genio alemán, se puso a hacer flexiones en un patético intento de bajar su tasa de alcoholemia, tras estrellar su coche en Murcia.
Todo el mundo sabe que es una estupidez hacer ejercicio para sudar los gintonics si previamente no te has comido un caramelo de menta, no has tomado una taza de café bien cargado, no te has cepillado los dientes con Licor del Polo y, en el momento clave, no has soplado muy despacio para engañar al alcoholímetro, que es un aparato menos absurdo que quien se cuece antes de conducir.
Alguna vez en la vida abrazamos la eterna estupidez. Porque si no es incomprensible que una bañista finja en La Manga que se ahoga y obligue a movilizar un amplio dispositivo de salvamento que quizás en ese momento podría ser necesario en otro lugar. O que una 'indepe' catalana dé en las redes sociales lecciones de integración contando que su perra recogida en Jaén entendía el catalán a los diez días de vivir con ella en su preciosa región española. O que miles de tuiteros pierdan su tiempo buscando una réplica ingeniosa a esa supremacista pero se les olvide decirle lo más importante: que es una xenófoba de manual.
Mientras, el Profesor Molongo, gran medium espiritual mágico, ofrece sus servicios para sanar enfermedades, recuperar el amor perdido, superar la depresión y acertar la Primitiva. Y hay quien con su estupidez ilimitada llama a su número telefónico, no le soluciona el problema tras aflojar la tarifa correspondiente y acaba en un periódico exigiendo una información para que todo el mundo sepa que el Profesor Molongo no es lo que parece. Aunque para eso no hace falta ser Einstein.
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