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Fusilamiento de Maximiliano. Obra de Manet

Miramar de Fernando del Paso, la espera de un imperio

La grande belleza ·

Este castillo habla de monótonas tardessin dueño y de vidas truncadas por el poder

Sábado, 13 de agosto 2022, 00:05

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Me viene a la memoria el cuadro de Manet. Se titula 'La ejecución del emperador Maximiliano'. El recuerdo no se parece en nada a lo que estoy viviendo. A través de los grandes ventanales se ve el mar. El Adriático dista mucho de ser un océano, pero no se ve la península itálica al otro lado. Subestimé su extensión y la fuerza de los atardeceres en su ribera oriental. Sé que muy cerca se encuentra Venecia y Rimini, tal vez en un par de horas en barco, y que mucho más alejado está México, pero en este castillo de Miramar son muchos los lugares que se superponen, como líquidos que van mojando la historia.

Estoy aquí por un archiduque que llegó a ser emperador de México. Luego vino la belleza del lugar, que descubrí gracias a las descripciones de Fernando del Paso. La mejor novela histórica escrita en español se la debemos a este escritor. Antes nada sabía de Maximiliano, hermano de Francisco José, ese fósil de imperios, ni de su mujer Carlota, hermana de Leopoldo I de Bélgica. 'Noticias de un imperio' es un libro que te obliga a viajar. Miramar es un lugar que te impone la lectura. Albergo la sensación de que ya conocía este lugar costero antes de entrar en su jardín de pinos y balaustradas que salvan los acantilados. No en balde, hasta aquí he venido, alejándome hacia el norte desde Trieste, una ciudad que por sí encierra tantos imperios caídos como acentos tiene sus calles.

Fernando del Paso y portada de 'Noticias del Imperio'.
Imagen secundaria 1 - Fernando del Paso y portada de 'Noticias del Imperio'.
Imagen secundaria 2 - Fernando del Paso y portada de 'Noticias del Imperio'.

El castillo de Miramar no sabe existir sin la melancolía. Se construyó para unos recién casados que estaban destinados a no ser nadie. El poder lo rozaron por nacimiento, pero los hermanos mayores ocuparían la responsabilidad y el peso de la corona. No es mal negocio para un hombre y una mujer, arrojados a los palacios centroeuropeos, vacaciones italianas de champán y marisco, un yate fondeado frente a la playa y niños rubios creciendo en los principales ducados de Europa. Pero el destino se torció y una delegación mexicana vino hasta Miramar para ofrecerle a Maximiliano un imperio de paja. Le hablaron de Carlos V, de sus ancestros Habsburgos, de la gloria detrás de la esquina del salón y ahí encontró su perdición. La conversación ocurrió en este mismo sitio, en la sala real, donde los grandes ventanales hacen que el edificio flote sobre el mar y a veces llegan las salpicaduras de las olas. El castillo parece que se va a caer sobre la espuma.

Todo es calma en Miramar, pero cada estancia asume una parte de tristeza. Fue el inicio de una tragedia. La que pintó Manet en el lienzo aludido. Carlota, la emperatriz, quiso recuperar el cadáver de su marido, al que ya le habían sacado las vísceras y los ojos, y lo embalsamaron de mala manera en la capilla de una iglesia en Querétaro, mientras le ponían los ojos de Santa Úrsula, dos cuencas de porcelana, para que lo pudieran reconocer en Viena. Así se vuelve loca cualquiera. Lo cuenta Fernando del Paso, que tuvo que recorrer, al igual que yo ahora, Miramar, para escribir las confesiones de una mujer enloquecida, pero que guardaba aún los suficientes rastros de cordura para articular un relato enternecedoramente bello.

El castillo es blanco, como las lagunas en la memoria, las mareas altas del Adriático al atardecer. Carlota quiso toda su vida volver a Miramar, sentarse a un costado de la plaza central, junto al embarcadero, y dejar que el sol se fuese por el horizonte azulado. Pero nunca volvió. Vivió lo suficiente para comprobar que Trieste pasaba a ser el Reino de Italia, tras la I Guerra Mundial, y que el castillo que su marido construyó para ella era ocupado por nobles italianos, advenedizos de sangre roja y fascista. Lo noto, este castillo habla de ausencias, de monótonas tardes sin dueño y de vidas truncadas por el poder. Maldito Maximiliano por querer ser emperador. Maldito Manet por pintar el dolor eterno de las balas. Maldito Napoleón III por inculcar la enfermedad del reino a un simple archiduque. Y malditos mexicanos por poner y quitar reyes. Y Trieste al fondo, salada de acentos. Y Miramar aislado, como las estatuas de sal que esperan la marea.

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