Juan Sánchez navegó 20 años tras emperadores y atunes, antes de dirigir la actividad del puerto de Juan Montiel
En sus brazos tatuados sigue nadando el galápago de 600 kilos que devolvieron al mar
Detrás del atuendo náutico de Juan Sánchez Adán, hay un marino con muchas horas de altamar. El aguileño lleva 15 años como contramaestre segundo en ... el puerto deportivo de Juan Montiel, justo desde que abrió sus puertas al sur de la costa murciana, pero a sus espaldas suma dos décadas de idas y venidas por el Mediterráneo, a la búsqueda de atunes y emperadores. Le enganchó el mar porque «te da libertad». Todo cambia a varias millas de tierra. Nada hay que no se solucione con un buen nudo marinero. La vida, al fin, es un as de guía, que se desata con facilidad aunque lo hayas tensionado hasta la locura.
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Juan lo aprendió a los 14 años, cuando su cuñado lo enroló en un barco de arrastre a la pesca del pulpo. A la vuelta de Melilla, su viaje iniciático, «nos pilló un levante de cara, volcó el barco y reventó tres tablas, así que el barco desaguó y pudimos llegar a puerto, destrozados pero vivos», cuenta de la odisea que le despojó de golpe de la adolescencia. «Volví otro», cuenta. De niño pensaba que «los pescadores vivían grandes aventuras», cuando se escapaba de su casa, junto al castillo de Águilas, para asomarse al muelle a ayudar con las redes a aquellos hombres de manos ásperas y surcos en el entrecejo. Como a ellos, a Juan se le achinaron después los ojos y comprobó en su carne que la vida de altamar no pasa tan rápido como las páginas de Melville. «Te tirabas dos meses fuera de casa, tragando temporales por las Columbretes, por Mallorca o Valencia, en invierno al arrastre, en invierno al palangre», recuerda de otra vida, una más expuesta y más brava. «Imagina un barco con ocho tíos durmiendo, comiendo y discutiendo durante semanas», sobrevivió Juan a la prueba. De aquellos días aprendió «a convivir». «Es tu familia. Te cuentan sus problemas y tú, los tuyos», cuenta de la humanidad lejos del puerto aguileño, donde se respira la confianza de saber que no hay cabos sueltos, que para todo hay un noray o llegará Juan a proteger la nave con una pata de gallo.
De la mar le llegaban también alegrías, como levantar las jarcias de la marrajera y encontrarse una tonelada de pescado. «Cuanto más capturas, más cobras», recuerda el pescador las compensaciones de una vida de renuncias y áspera sal.
No olvida las noches en cubierta, cuando ves pasar todos los colores sobre la cabeza, todos los grados posibles de luz y todos los pensamientos. Es la parte romántica del navegante, porque la dura no la soportan todos los que se suben a un barco. «Al final, la mar elige a los que pueden estar. Hay gente que compra barco y lo vende a los dos meses», cuenta.
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En sus brazos tatuados sigue nadando el galápago de 600 kilos que devolvieron al mar. Se cruza en su piel con un gran velero, puede que la 'Perla Negra', y el nombre de su nieto. El marino ya es abuelo, y recuerda emocionado que los delfines lloran como los niños cuando se enganchan en las redes.
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