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El peluquero que peina más canas

El peluquero que peina más canas

A los 108 años y desde hace casi cien, Anthony Mancinelli corta el pelo ocho horas al día en una barbería de Nueva York. «Rodéate de buena gente», es uno de los secretos de su milagrosa longevidad

MERCEDES GALLEGO

Viernes, 22 de febrero 2019, 11:31

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El certificado que cuelga en la pared dice que Anthony Mancinelli (Nápoles, 1911), a punto de cumplir los 108 años, es el peluquero en activo más longevo del mundo, «oficialmente increíble», apostilla el 'Libro Guinness de los récords', pero nosotros sabemos que eso no es posible, debe ser cosa de magia. Se concentra, chasquea las tijeras y cuando acaba... «¡Pero si me ha quitado usted diez años de encima!», se maravilla el cliente.

El peluquero sonríe, hace girar la silla de la barbería Fantastic Cuts, en New Windsor, y remata la faena con un conjuro: «Te deseo que vivas cien años». Así, tocado por su tijera, Ángel Moreno paga satisfecho los 19 dólares y se va exhalando juventud. «¡Diecinueve dólares por un corte de pelo como este, qué chollo!». Ha conducido dos horas desde la Gran Manzana, pero es que no se encuentra fácilmente a un peluquero con casi cien años de experiencia.

Mancinelli aprendió el oficio a los once y va a cumplir 108 el 2 de marzo. Podría estar arreglando cabezas en Manhattan por cientos de dólares y habría cola para sentarse en su sillón giratorio de la eterna juventud, pero entonces no habría llegado a esta edad. El estrés de la ciudad se lo habría comido y él es demasiado sabio para eso. Parte de su secreto es haberse conformado con lo que le ha traído la vida y quedarse para siempre en este pueblo soñoliento del estado de Nueva York, cerca de donde llegó con sus padres desde Italia a los ocho años. En la ciudad, dice, «todo va demasiado rápido». El no tiene prisa ni por vivir ni por morir. «No meimportaría cumplir 200 años», se ríe.

«El hombre de arriba lo sabe»

Encontrarlo es como buscar en una montaña remota al sabio de las fábulas taoistas y descubrir que su fórmula para la vida eterna es tan simple que uno no la puede atrapar sin hacer el trabajo interior que requiere. «¡Todo el mundo quiere saber cuál es mi secreto, hasta los médicos!», se ríe. «Si yo lo supiera se lo contaría, pero el único que lo sabe es el hombre de arriba», dice señalando al cielo.

No nos vamos a conformar con esperar al más allá para averiguarlo, por eso no llegaremos a su edad. Ahora que se le tiene delante hay que exprimir al sabio de la cueva, pero la conversación se eterniza. «¿Y si nos sentamos?». Pues va a ser que no. A él no le pesan los pies ni la edad, así que esta periodista, infinitamente más joven, se resigna a empotrar el trasero en el alféizar de la ventana mientras él parece flotar sobre unos zapatos comunes, sin trampa ni cartón.

Se pasa ocho horas de pie y no le duele ni un hueso. No necesita gafas, no le falta un diente, ni le molesta nada en la vida más que haber perdido a su mujer. «¡Cuánto la echo de menos, qué mujer más bella era! No discutíamos nunca, todo lo que yo hacía le parecía bien». Desde que murió, hace 14 años, vive solo, se encarga de la casa, cocina él mismo -la víspera, berenjenas a la parmesana- y hasta el mes pasado conducía su propio coche al trabajo. Más que un caso insólito, el barbero más anciano del mundo es un desafío a la naturaleza.

«Hoy la gente come mucho y están todos gordos; no hace falta comer tanto»

Le basta con una comida al día, aparte del desayuno, para seguir levitando. «Hoy la gente come mucho y están todos gordos, no hace falta comer tanto», zanja. A él no le sobra un gramo. Desayuna un café con tostada y cereales y ya no come nada en todo el día hasta que vuelve a casa sobre las 6.30 de la tarde y se prepara la cena. A las diez de la noche está en la cama, a las 5 de la mañana se despierta. El sol le encuentra ya levantado, como si estuviera siguiendo al pie de la letra las recomendaciones ayurvédicas de la medicina hindú. No toma más medicación que la aspirina diaria que se autorrecetó él mismo. Escandalizado, uno de sus clientes le convenció para que fuera al médico y, como a él no le gusta discutir (¿será ese el secreto?), le hizo caso.

- «¿Qué te duele?», le preguntó el doctor.

- «¿A mí? ¡Nada!», respondió.

- «¿Y para qué vienes?

- «¡Pues porque me han dicho que venga!».

Ahí se acabaron las visitas médicas, «hasta que lo diga el hombre de arriba».

La longevidad no es un rasgo de la familia. No le queda ninguno de sus ocho hermanos. Su padre murió con 80 años y su hijo menor a los 40, fulminado de un aneurisma. Le sobrevive otro hijo de 81 años, que admite sin reparos que su anciano padre está mucho mejor que él. Le encanta ser «oficialmente asombroso» y se enorgullece con satisfacción de los reconocimientos que cuelga humildemente en la pared de su esquina en Fantastic Cuts, a donde día sí, día no llega un periodista, un senador o una personalidad a presentarle sus respetos y ver de primera mano este milagro de la naturaleza. De entre todas las cartas que atesora destaca especialmente la de Barack y Michelle Obama. «Un buen presidente, no como este», puntualiza torciendo el gesto. «Tu historia es parte integral del tejido de nuestra nación y durante más de un siglo has sido testigo del tremendo progreso que es posible en la búsqueda de un mañana más luminoso», dice el texto.

«Cada mañana abro los ojos y me digo: 'hoy voy a vivir un día más', y doy gracias por ello»

Anthony puede comparar más de un siglo de presidentes y se queda con Obama y Roosevelt, que «se preocupaba mucho por el pueblo, pese a estar en una silla de ruedas. Gracias a él tenemos seguridad social». A Trump no le gustaría oír eso pero a él no le importa, «está destruyendo el país».

Sin faltar un día

A quien aspire a seguir sus pasos le ofrece un consejo: «Sigue trabajando». Él lo hace sin descanso 40 horas a la semana, «porque me gusta». Le hace feliz tratar con los clientes y rodearse de buena gente, un ingrediente clave en la receta de vida eterna que parece haber descubierto sin proponérselo. Otro muy común entre los centenarios es llevarse bien con todo el mundo. Cuando el barrio donde tenía su negocio empezó a agriarse y entraron por la puerta yonquis e individuos poco recomendables lo vendió y empezó a mandar su currículum a otras peluquerías. En Fantastic Cuts lo descartaron al ver su edad, pero él lo reenvió y les demostró que da más cortes de pelo que cualquier joven que le pongan a su lado, sin chistar ni faltar un día.

El año pasado el calendario quiso que su cumpleaños coincidiese con su día libre, pero Jane Dinezza, la dueña de Fantastic Cuts, insistió en que viniera a trabajar. «Sólo una hora, necesito que vengas una hora a trabajar». No tuvo que explicarle más, porque ya se sabe que a él no le gusta discutir. «Cuando iba llegando vi a tanta gente fuera que pensé que había pasado algo malo», recuerda. Hasta que empezaron a aplaudir y entendió que se trataba de una fiesta sorpresa de cumpleaños. «Me encantan las sorpresas», confiesa con un brillo en los ojos. Y continúan las pistas: Anthony no ha perdido el espíritu de niño.

Tampoco el sentido de la responsabilidad. Mientras chasquea con destreza las tijeras responde con monosílabos aislados, salvo que el que pregunte sea el cliente. Quien esté sentado en su silla es el dueño de su atención. Vive cada día como un regalo. «Cuando abro los ojos y miro a mi alrededor me digo 'hoy voy a vivir un día más', y doy gracias por ello». Uno tras otro, ya sólo le faltan dos semanas para cumplirá los 108. «¿Y qué piensa hacer?», se le pregunta. «Pues no sé, me gustan las sorpresas».

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