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Un grupo de médicos evalúa a un paciente junto a la radióloga antes de entrar al quirófano. Jorge Martínez

Los médicos murcianos que lo dejaron todo para salvar la vida de quienes no tienen nada

Relato de un viaje a Muranga (Kenia), donde médicos murcianos de la ONG Cirugía Solidaria atienden todo tipo de enfermedades

TEXTO Y FOTOS: JORGE MARTÍNEZ

Martes, 8 de octubre 2019, 11:59

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La claridad del cielo y una altura que se me antoja algo más baja de lo habitual, permiten distinguir perfectamente el recorrido que va desde Zúrich a Nairobi.

Dudo que haya un viaje que una dos realidades tan diametralmente alejadas, la de la capital financiera que guarda con celo los ingentes beneficios del capitalismo, y la capital del África Oriental, una región que ostenta el triste récord de contar con seis de los diez países más pobres del planeta.

El paraíso del dinero negro, unido -sin escalas- al panorama más oscuro de todos.

Los imponentes montes Dolomitas, la ciudad de Venecia, el Peloponeso o el río Nilo a su paso por Abu Simbel, son perfectamente visibles desde mi ventana a 10.000 metros de altura, pero a medida que nos internamos en África, el paisaje se vuelve más desnudo e inabarcable, más desierto y solitario... el lugar que alumbró a nuestro primer antepasado, es hoy olvidado por la inmensa mayoría de sus descendientes.

Me viene a la memoria ese refrán que nos enseñaron nuestras abuelas: «es de bien nacido ser agradecido»... Hay, en efecto, algunos que no olvidan, que regresan periódicamente a este lugar en el que empezó todo para devolver parte de lo recibido, agradecer ayudando a otros. Bien nacidos, decía mi abuela.

La llegada a Nairobi se produce en la noche cerrada del invierno del hemisferio sur. África es un mal sitio para conducir a oscuras, el pésimo estado de las carreteras y, sobre todo, la manera de conducir e interpretar las normas, hacen que el riesgo de fallecer en un accidente de tráfico en este continente sea tres veces mayor que en cualquier país europeo, un dato casi sin importancia en un mundo que se ha acostumbrado a ver la palabra África en lo más alto de fatídicos 'rankings'.

Decidimos evitar tentar a la estadística y aceptamos la hospitalidad del padre Hilary para dormir en su misión, ubicada a las afueras de la capital, pero antes de dormir y esperar a que salga el sol para emprender el viaje a Muranga, salimos a cenar a un local próximo que nos recibe a ritmo de salsa.

No es, desde luego, la música que uno espera encontrar en este lugar del mundo, pero reconozco rápidamente el sonido de la clave, ese instrumento de percusión que consiste en golpear dos bastones cilíndricos de madera maciza para marcar el ritmo, y que los esclavos africanos llevaron desde África a Cuba, dando lugar a toda la música salsa latinoamericana que hoy conquista el mundo.

El único consuelo de los últimos en llegar a la mesa de madrugada, tras dieciocho horas de operaciones, es una cerveza Tusker bien fría

Es normal, por tanto, que los jóvenes africanos quieran celebrar que están vivos con una música que, de algún modo, les pertenece.

Muranga es un condado situado al norte de Nairobi. Un lugar muy alejado de las rutas turísticas que atraen a 1,5 millones de viajeros cada año a este país. Turistas y exmonarcas que acuden con el propósito de emular la historia de amor de la baronesa Bixen y el apuesto cazador Denys Finch, contemplar animales salvajes en un entorno de libertad, saltar con los masai, o subir al Klimanjaro.

Aquí no conocen a Meryl Streep ni a Robert Redford, pero para los keniatas este es un lugar grabado a fuego en su memoria histórica. Aquí se gestó la guerra de independencia del país al grito de 'Tierra y Libertad', una guerra en la que los kikuyu -etnia predominante-, se rebelaron contra la dominación inglesa en un periodo muy oscuro de la historia. Una guerra que la profesora de Harvard experta en historia africana, Caroline Elkins, calificó de exterminio en su libro 'El Gulag Británico en Kenia'.

En este relato, galardonado con el Premio Pulitzer, la autora explica cómo mientras el victorioso Imperio Británico celebraba aún la liberación de Europa del nacional socialismo, mientras se empezaba a reclamar un juicio por las atrocidades que se habían producido en los campos de exterminio nazi, en Kenia, más de 100.000 seres humanos eran asesinados a manos de ese mismo 'heroico' y 'liberador' ejercito inglés, y el 90% de los kikuyu eran encarcelados en auténticos campos de exterminio.

Hay muertos de primera y muertos de segunda, igual que hay, también, campos de exterminio más o menos conocidos, todo depende de quién escribe la historia.

Kenia es, decía, un país libre del colonialismo gracias a la sangre derramada por miles de kikuyus, pero hoy, en estos tiempos modernos, el colonialismo ya no lo ejercen las naciones, sino las compañías y los fondos de inversión, con cuyos máximos responsables, quizá, pude haber compartido urinario en el moderno aeropuerto de Zúrich.

Muranga es una zona fértil, la naturaleza le concedió una tierra privilegiada para cultivos que deberían poder alimentar a todos los que la habitan. Pero estas tierras tienen otros dueños y una misión muy distinta, abastecernos de dulce piña, tierno aguacate, sabroso café y coloridas flores a una sociedad occidental voraz, que ya no entiende de ciclos de la naturaleza o de producto local, y que reclama su derecho a disponer de todo, en todo momento, y al mejor precio.

Un tipo peculiar

El fruto de estas tierras, por las que lucharon y murieron tantos, no es para sus descendientes, sino para nosotros, los que jamás escuchamos el nombre de este lugar y colaboramos, sin saberlo, con otro tipo de colonialismo.

Victorio Torres es un tipo peculiar, un auténtico bien nacido, sin duda. Hace años abandonó Madrid y su trabajo como pediatra en el Hospital de La Paz y en la clínica heredada de su padre, y se dispuso a poner sus conocimientos médicos al servicio de los más desfavorecidos, cambiando una confortable y prometedora carrera, por incómodos hospitales de campaña en entornos mucho más hostiles y precarios que su Colmenar Viejo. En esos países, donde la gente no muere por estar enferma, sino que mueren de pobres, incapaces de conseguir una sencilla vacuna, un tratamiento, un diagnóstico que salvaría sus vidas como lo hace en los países desarrollados, redescubrió su vocación, la esencia misma de la profesión sanitaria.

Desengañado del funcionamiento de las grandes organizaciones que veían con recelo a este verso suelto de metro noventa, esta fuerza de la naturaleza con ideas y métodos poco convencionales, decidió poner en marcha su propio proyecto, VIHDA, y lo hizo aquí, en Muranga, un lugar en el que el virus del VIH hacía estragos, provocando un goteo incesante de muertes que el dr. Victorio logró reducir de manera extraordinaria trabajando en la transmisión madre-hijo y realizando ingeniosas campañas de formación y sensibilización entre prostitutas y moto taxistas, una población a la que no puedes llegar con imposiciones ni métodos occidentales, sino que exige -para obtener éxito- entender su mentalidad, sus costumbres y sobre todo, sus problemas. Eso es, precisamente, lo que ha logrado Victorio, que la gente de aquí lo sienta como uno más de la comunidad, un hombre bueno que no está de paso, sino que vino para quedarse, y transformar con ellos, junto a ellos, su cruda realidad.

Victorio vive aquí, literalmente, dentro del hospital de Maragua que él ha ayudado a ampliar, mejorar y poner en el mapa mundial de la lucha contra el VIH. Vive en una humilde casa -doy fe, porque he dormido en ella-, a la vista de todos, para que lo sientan próximo, para que cualquiera pueda llamar a su puerta y pedir ayuda.

«No vayas delante mía que no te puedo alcanzar. No vayas detrás de mí, que no te puedo ver. Ve a mi lado, junto a mi»... esta es la frase que resume su filosofía de trabajo. Me la suelta y se queda tan pancho, y yo pienso para mis adentros, joder, claro, es eso, aquí radica todo el misterio de la cooperación y el motivo por el que muchas veces no funciona. «No es dar la caña para que puedan pescar, es traer la caña, enseñarles a pescar, pescar con ellos, y comer, juntos, el pescado».

Se escucha música góspel justo detrás de la casa. El góspel, como la salsa, como casi toda la música del planeta (si, el dichoso trap, y el reggaeton, también, lo siento), proviene de África, como provienen los primeros 'Homo sapiens', los 'hombres sabios'... para muchos, el único animal capaz de desarrollar sentimientos como la generosidad, el altruismo o la solidaridad. Y es precisamente aquí, en el continente que dio origen a todo, donde siento de una manera más intensa esa capacidad que nos hace únicos, y que tenemos la obligación moral de utilizar.

Puntuales, cada mañana, a las ocho, un grupo de enfermos de VIH cantan y aplauden al son del ritmo que marca Dorcas, una asistente social en el sentido literal del término. Dan las gracias a Dios por estar vivos, por respirar. El oxígeno es gratis, dicen, y lo utilizan para cantar. Hoy aprovechan para agradecer a Victorio todo lo que ha hecho por ellos durante estos quince años. Por primera vez, bajo la aparente frialdad de aquel que lo ha visto y vivido todo, detecto la emoción en los ojos del pediatra.

Maragua es uno de los destinos al que el grupo de profesionales sanitarios de la Región de Murcia que conforman la organización Cirugía Solidaria, viaja desde hace años aprovechando la hospitalidad, los medios, y el buen hacer de Victorio. Forman una especie de tándem que está logrando cambiar la realidad sanitaria de este lugar e influir en la visión que los autoridades y el personal médico local tienen de la medicina, y que ayuda, sobre todo, a salvar y mejorar la vida de la gente, dotando de verdadero sentido al denominado juramento hipocrático que realizan todos aquellos que se gradúan en carreras médicas, y que dice cosas como: «me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad», «la salud y la vida de los enfermos serán las primeras de mis preocupaciones», «mis colegas serán mis hermanos», «no permitiré que entre mi deber y mi enfermo se interpongan consideraciones de raza o clase».

Parecen palabras inspiradas justamente aquí, en el trabajo que los 31 profesionales que han viajado desde Murcia -costeándose los gastos de su bolsillo, y usando sus días de vacaciones- realizan sin descanso durante los nueve días que dura esta campaña. Nueve días de jornadas extenuantes, que empiezan a las 08:00, tras una ducha fría (cuando hay agua) y acaban cuando se ha operado al último paciente de la lista, sea la hora que sea. La cena siempre puede esperar, aunque sean unas deliciosas migas preparadas por Loli, -la madre de esta gran familia-, o una paella de verduras cocinada con esmero por Manolo, el logista de este grupo, un auténtico militante de la cooperación. El único consuelo de los últimos en llegar a la mesa de madrugada, tras dieciocho horas de operaciones, es una cerveza Tusker bien fría.

El condado de Muranga dispone solo de dos cirujanos. Para que se hagan una idea, la Región de Murcia cuenta con unos 160 cirujanos generales (una de las muchas especialidades) para una población similar. Esto es África, que decía Shakira.

Durante nueve días, en este lugar del mundo, se produce el milagro de los panes y los peces, y el número de cirujanos se multiplica por cuatro, por obra y gracia de esta pequeña organización formada por bien nacidos. Ocho cirujanos, un otorrinolaringólogo, una radióloga, una nefróloga, una endocrina, un pediatra, una neuróloga, dos anestesistas, una matrona, nueve enfermeros y enfermeras, y cuatro residentes, dando lo mejor de ellos en los hospitales de nuestra región, y también aquí, en esta escuela de vida donde los pobres son los maestros, y nosotros los alumnos. La demostración de que el juramento hipocrático no es una quimera ni un brindis al sol, sino un compromiso real, una responsabilidad que se ejerce.

El milagro de los murcianos que vienen a operar se ha extendido por todo el condado, y el primer día se agolpan mas de mil personas a las puertas del quirófano principal, al que nuestros paisanos llaman cariñosamente La Arrixaca. Al otro quirófano, ubicado a escasos metros, le llaman San Andrés. Es una forma de que parezca que nada cambia, pero claro que cambia, cambia todo. Este es otro universo, completamente distinto.

Varios días haciendo cola

Mucha de la gente que hace cola en la puerta viene desde muy lejos y ha gastado lo poco que tiene en el trayecto, así que permanecen aquí durante varios días, durmiendo al raso. Esperan una llamada, que sus nombres resuenen en los potentes altavoces conectados a los micrófonos que manejan James y Priscila.

A primera hora son todo risas, bailes y caras de ilusión, por la noche, el cansancio, y la ausencia de noticias, hace mella en sus rostros. Los niños y las intervenciones más urgentes tienen preferencia, pero ¿cómo decirle al resto que no están entre los elegidos para cruzar esa puerta que para ellos conduce al cielo? Alice será el primer nombre que resuena en esta improvisada sala de espera de tierra roja, un cáncer de mama. Agnes será el último, un bocio, de los muchos que se ven en este lugar en el que la falta de yodo provoca enormes malformaciones como consecuencia del aumento de la glándula tiroides. Entre medias, nueve días, y casi 500 intervenciones, una media de 50 diarias. Una locura, al alcance solo de un grupo de maravillosos locos.

El equipo trabaja sin descanso, son una cadena humana donde todos aportan, limpian, esterilizan, anestesian, operan, cosen y se dan ánimos cuando las fuerzas flaquean... apenas se conceden un minuto para otra cosa que no sea atender a más y más pacientes. Son conscientes de que el tiempo es limitado, de que en breve el milagro habrá terminado para toda esta gente y ellos tendrán que regresar a casa, para seguir operando y curando, a ustedes, a sus familias, a mí... lo único que les obsesiona es dejar el menor número de personas sin ser atendidas. Pero incluso ellos, dioses terrenales, capaces de sanar, capaces de hacer resucitar, de extirpar demonios con forma de tumor, son conscientes de que aquí el único milagro es el de la vida, esa que ellos se empeñan en mantener, cuidar y preservar.

Me muevo con absoluta libertad por quirófanos y salas, mi labor consiste en ver y dejar constancia de lo que aquí ocurre. Llevo un pijama verde, un pañuelo que esconde mi pelo y una mascarilla que entrecorta mi respiración. Intento hablar con todos, fotografiarlo todo, pero no es fácil cuando lo que tienes delante son cuerpos con las carnes abiertas, rostros asustados y gente escondida tras máscaras de papel, concentrados en cortar y suturar. Sin embargo, encuentro una belleza extraordinaria en todo lo que me rodea, y me sorprende a mi mismo mi falta de aprensión ante la sangre y las vísceras. Me embeleso ante la maestría de los anestesistas, la actitud enérgica de los más jóvenes, y la pericia de los cirujanos más expertos para sortear arterias y órganos vitales.

José Manuel se da cuenta y me invita a operar con él y con su hermana. Acepto el envite sin ser muy consciente, la verdad, y durante más de dos horas manejo los separadores que ayudan a abrir la garganta del paciente y un succionador con el que retiro la incesante sangre que recorre cada rincón de nuestro cuerpo. Me invade una sensación de profunda emoción y bienestar, de hermandad con todos los que conforman este grupo del que me siento ya parte como si me hubieran cosido a él.

En una sala contigua al quirófano se escucha a Drexler cantando 'Asilo', la música sale del móvil de Herminia, de la playlist que usa para correr maratones por el mundo junto a su amiga Ana Morales, hija del doctor Morales Meseguer. Ana ha heredado de su padre no solo un insigne apellido y la responsabilidad que conlleva, sino la absoluta pasión y dedicación por la medicina, y es, junto al cirujano José Manuel Rodríguez, la culpable de que yo esté escribiendo estas líneas.

Kenia, el país que vio nacer a los más grandes corredores de fondo de la historia, es un gran lugar en el que consagrarse como maratoniana, y la velocidad de Mini, Ana, Chitina y María José esterilizando material quirúrgico haría palidecer al mismísimo Kipchoge.

De vez en cuando, desde el paritorio, alguien llama a Chitina al grito de parto, parto, y ella corre como el viento para no perder ni un segundo. Resultaría normal esa emoción, si no fuera porque esta mujer, pequeña y risueña, ha sido la matrona de la Arrixaca durante más de treinta años, ayudando a traer al mundo a mas de cinco mil murcianos. No se cansa Chitina de ver nacer, ¿cómo cansarse del instante más mágico y extraordinario que nos concede la naturaleza?

La palabra nacimiento es algo intrínseco a África, un continente que en los próximos treinta años verá nacer a 1.300 millones de personas, justo la mitad de los alumbramientos que tendrán lugar en el mundo desde hoy hasta 2050. La ONU prevé que en 2100, el 40% de la población mundial será africana, así que más vale que se dejen de prejuicios y se acostumbren a ver en este continente a la auténtica esperanza de la supervivencia humana en un mundo que envejece a marchas forzadas.

Yo, que no pude ver el nacimiento de mis dos hijos porque nacieron mediante cesárea, y siempre tuve la amarga sensación de haberme perdido un instante mágico e irrepetible, asisto en poco mas de un día a cuatro partos naturales. No son mis hijos, ni es mi mujer la que alumbra la vida, pero esto no le quita ni un ápice de emoción a un momento que me impide tomar una sola fotografía. Me siento incapaz de robar un instante tan personal que no me pertenece y del que solo soy un testigo privilegiado.

Por la noche, llamo a mi mujer y se lo cuento, nos emocionamos, y nuestras gargantas se ahogan juntas a miles de kilómetros, exactamente, a 8.623 kilómetros, una distancia que podríamos unir utilizando los 6.800 paquetes de hilo de sutura que Cirugía Solidaria ha traído a Maragua.

Podríamos, incluso, fabricar uno de esos teléfonos con vasos e hilo que construíamos de niños, el primero que une dos mundos... vasos comunicantes que permitieran que las palabras 'Asante' y 'Sana' (muchas gracias en suajili), que el sonido del llanto de millones de recién nacidos y la música góspel, viajaran desde Muranga hasta los hospitales de la Región de Murcia.

No somos conscientes, no, no lo somos, de lo que significa ir a un hospital y que te curen, tener un dolor y que lo mitiguen, sufrir un mal y que lo extirpen. Nos hemos acostumbrado, como el que se acostumbra a tener piña y aguacate todo el año. Lo extraordinario se vuelve ordinario, y entonces perdemos la noción del mundo, nuestra privilegiada posición, lo que significa nacer aquí o allí.

Piénsenlo la próxima vez que acudan al médico en cualquiera de los hospitales públicos de nuestra Región, donde seguramente les atienda uno de estos bien nacidos. Recuerden que estos profesionales podrían haber dedicado su capacidad, su espíritu de sacrificio y su talento a estudiar Admistración, Econónicas o Finanzas, que podrían haber llegado a ser altos ejecutivos en alguna multinacional, administradores de algún fondo de inversión, expertos en el arte de multiplicar euros... y sin embargo, han elegido curarnos, independientemente de nuestra raza, de nuestra capacidad económica, o de nuestra religión. Y eso, queridos 'Homo sapiens', merece todo nuestro respeto y admiración.

De Murcia a Muranga

El publicista Jorge Martínez -foto superior-ha viajado al Condado de Muranga, en Kenia, para conocer la labor que desarrolla la ONG murciana Cirugía Solidaria, centrada en la cooperación del desarrollo sanitario, y formada por un grupo de profesionales de la Región que, de forma altruista, y desde el año 2000, realizan diversas campañas en África para prestar asistencia mediante cirugía en países con carencias o inexistencia de cobertura sanitaria, ayudar al desarrollo y formar a personal médico-sanitario de estos países. El creativo murciano ha viajado junto a Sandra Molina, directora del Instituto Claudio Galeno, como paso previo a una alianza que permitirá que alumnos de las distintas sedes de este centro de formación profesional sanitaria nacido en Murcia (cuenta con 6 centros y más de 4.000 alumnos) puedan colaborar y realizar prácticas solidarias de la mano de la ONG.

Durante su viaje, Jorge Martínez ha ido construyendo un relato que, junto a algunas fotografías, ha querido compartir con los lectores de 'La Verdad'.

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