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Semana Santa de Murcia
Por San Pedro llega la primaveraLa Cofradía del Santísimo Cristo de la Esperanza inunda de túnicas verdes e historia la tradicional procesión de Domingo de Ramos
Una multitud ocupa las sillas de la carrera nazarena. Y otra deambula de calle a plazuela, apresurada y expectante, sorteando los carritos de chucherías y las improvisadas y castizas algaradas a las puertas de los bares. Huele a algodón de azúcar. Huele a palma de Domingo de Ramos recién cortada. En las solapas de las chaquetas, diminutos lazos verdes. Manolas altivas y guapas. Un anciano mira al cielo, ni una nube en lontananza.
Siete demonios ordenó salir Jesús del corazón de la Magdalena antes de que la esperanza lo hiciera reverdecer, como los pasos que sacó ayer a la calle el cortejo verde y oro, la procesión de Domingos de Ramos que propone en tallas de espléndida factura la entrada del que será Cristo en Jerusalén. Lo aclama la multitud sobre la popular burrica que da nombre al trono en la ciudad.
Aún el sol alumbraba los aleros de San Pedro, que caía como un demonio, cuando su silueta, que avanzaba mecida entre el aroma de los primeros azahares, se recortó bajo las palmeras del Malecón. Las Capuchinas se arremolinaron en la verja del convento, quebrando por unos instantes el eco de la siesta de un día de primavera. Luego se hizo el silencio. A lomos de una borrica, Cristo caminaba hacia San Pedro.
Bullen las terrazas de gentes que burlan, bajos los naranjos en Las Flores o Santa Catalina, el primer sol que prologa el verano
Y bullen las terrazas de gentes que burlan, bajos los naranjos en Las Flores o en Santa Catalina, el primer sol que ya prologa el verano. Por allí desfilan, como ramillete de calas cofradieras, rosquillas coronadas de ensaladilla y anchoa que, a golpe de estante de caña húmeda contra la barra marmórea, celebran esta Domenica que es oasis murciano en la Pasión que se avecina.
Murcia, en Domingo de Ramos, siempre estrena primavera. Y los niños presumen de zapatitos blancos, porque en la mañana de curas revestidos de rojo, como cualquier San Juan al uso, el que no estrena, tal que reza el remoto refrán, no tiene manos. Pero manos sobran para aplaudir la nazarenía que inunda los rincones más nazarenos, plenos de luz porque quiso el cielo, y también quienquiera que sea el que regula los horarios, y dispone que la ciudad disfrute de una hora más de luz.
Murcia tiene manos cuando llega la primavera. Manos para vestir guantes que acarician varas de mayordomo, para sostener cruces de agrietada madera, para elevar estandartes bordados con sollozos de hilo de oro, para aferrarse al estante y sujetar la tarima como improvisada almohadilla cofradiera.
En la ciudad, que ya lo escribió Jorge Guillén, se respira la luz. Esa luminosidad, que rebrota inquieta de cofradías desde la huerta, se mantiene intacta al caer la tarde sobre los tronos que componen el cortejo. Avanza la procesión mientras los nazarenos ya cuentan, suspiro a suspiro, la hora y media larga de gozo que les queda. A poco les sabe, como cada año.