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Jesús del Gran Poder, ayer, a la salida de la iglesia de San Nicolás.

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Jesús del Gran Poder, ayer, a la salida de la iglesia de San Nicolás. Guillermo Carrión / AGM

El Amparo en unos ojos azules

La primera cofradía inunda de fervor, arte y tradición las calles más nazarenas. Miles de murcianos colman la carrera para contemplar la estación de penitencia desde San Nicolás

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Sábado, 24 de marzo 2018, 03:25

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Trinaba el campanario de San Nicolás a las siete de la tarde entre una algarabía de vencejos que observaban desconfiados el revuelo de túnicas azules, el jaleo del alquiler de sillas de ajado plástico, el runrún de baquetas de los tambores sordos mientras apuraban su último ensayo, y el murmullo, creciente a golpe de pastel de carne y lata de fría cerveza de las gentes que se disputaban la carrera con los carritos de globos.

Fue a las siete de la tarde. A las siete en punto se acercó a buscarte, ilusionado por volver a verte, aunque fuera un instante antes de que arrancara la procesión del Amparo. Del interior de San Nicolás brotaba un aroma a incienso claro.

Pero no estabas. Partió el trono del Ángel, el que inauguraba la Vía Dolorosa murciana, y le siguió la Sagrada Flagelación. En las filas de interminables penitentes, de senás cuajadas de caramelos, que son suspiros cuando alcanzan las manos de los murcianos, no logró encontrarte. Bajo los capirotes, solo halló ojos anónimos. No era tu mirada. Alguien le entregó su primer caramelo sin mediar palabra. El envoltorio granate destacaba sobre el guante de tela blanca, de estreno, como recién sacado de un antiguo caldero de cal hirviente. Pero él, a quien también le ardía el alma, quería verte.

«Y descubriste que la procesión entera se condensaba en aquel celeste de su mirada»

Algunos niños se asustaban al confundir penitentes con brujas malas. Otros atesoraban enormes bolsas vacías que acercaban, tímidos y sonrientes, a las filas de nazarenos a la espera de recibir un puñado de golosinas. Los abuelos, recordando nostalgias de procesiones que el tiempo ya desdibujaba, colaboraban en su empeño: «¡Nazareno, dale algo a estos zagales, hombre!», proponía alguno. «¡No seáis roñosos!», bromeaba la abuela mientras ampliaba sus peticiones: «¡O una estampica de los santos!». Y el nazareno murciano rebuscaba bajo la túnica un segundo y brotaba de ella un puñado de pastillas adornabas con versos. Versos como aquellos que él, ahora apostado en una esquina de la plaza de San Pedro, en tantas madrugadas te dedicó. El paso del Encuentro Camino del Calvario renovó sus esperanzas.

Los carros bocina silenciaron entonces un tímido sollozo. Las navetas de plata difuminaban estandartes y ciriales. Quizá este año desfilabas en el lado derecho, el que tanto te gustaba pues al llegar a Belluga, bajando desde el Arenal, te encontrabas de golpe con el imafronte. ¡Vaya bocanada de arte!

Pasa San Juan. Las marchas hacen retemblar los escaparates de Jara Carrillo y se adivina el azahar que brota desde la plaza de Las Flores para acariciar las calas y las violetas, las rosas altivas que adornan los tronos. Tintinean las lágrimas de cristal en las tulipas nacaradas. Golpean los estantes de morera las placas de bronce de las tarimas. Son la banda sonora de la primavera murciana. Avanza imparable y cadenciosa la procesión y la carrera se ilumina al paso de la Virgen de los Dolores que alza al cielo sus ojos, acaso preocupada como miles de nazarenos lo estuvieron tras comprobar que las nubes, como la próxima luna llena o quizá por ella, cercaban la ciudad. Una leve brisa arrastraba el incienso hacia el río, iluminado por el azul del Amparo.

Y pasa María

María contemplaba el ocaso mientras él, repuesto de la elegancia del paso en su caminar hacia el corazón de la urbe, volvía a buscarte entre los mayordomos de puntillas blancas que colmaban el desfile. Sus varas arañaban el asfalto donde repiqueteaban los tacones de las manolas de rosarios y mantillas negras. No hallaba tu rostro ni nadie que le diera razón de ti. ¿Dijiste que este año saldrías o igual lo imaginó? Ya no se acordaba. Tenía la certeza de que eras del Amparo porque en tantos Viernes de Dolores lo habías sorprendido al entregarle una bolsa de caramelos atada con un lacito azul. Luego le diste tu amistad y más tarde tu corazón. Pero no le devolviste la vida al marcharte. Por eso te buscaba incluso entre los músicos que medían sus notas como los estantes, esos que visten medias de repizco por donde trepan flores bordadas, calculaban cada paso. Al fondo, allá por Trapería, se recortaba la silueta del Cristo del Amparo en la plaza de la Cruz. Miles de penitentes y mayordomos ya pasaron. A algunos les preguntó en vano si te habían visto mientras arañaba los caramelos que otras manos, otros nazarenos que no eras tú, le habían regalado. ¡Cómo quemaban aquellos humildes dulces!

Al Cristo del Amparo cuesta mirarlo al rostro. Eso pensaste ante la belleza que la gubia de Salzillo imprimió en tan afortunada madera. Sin embargo, te atreviste. Es posible que nunca antes hubieras reparado en su boca entreabierta, en tan serena muerte que sumaba a tu inquietud otra pena.

Apenas restaba el paso de tres o cuatro penitentes cuando sentiste que alguien acariciaba tu mano. Fue un instante, mas suficiente para saber que el milagro se había producido. Y en tu mano, temblorosa aunque lo niegues, depositó una pastilla de envoltorio blanco y puntas dobladas. Solo tuviste un segundo para mirar sus ojos y descubrir, detrás de la tela que recortaba algunas lágrimas, que la procesión entera del Amparo se condensaba en aquel azul celeste y enamorado de su mirada.

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