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Un par de zapatos viejos

NADA ES LO QUE PARECE ·

A las cosas, como a las personas y a los animales, también se les toma cariño y cuesta despedirse de ellas

Viernes, 27 de noviembre 2020, 01:47

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No es fácil desprenderse de quien te ha acompañado durante largos años. A las cosas, como a las personas y a los animales, también se les toma cariño y cuesta despedirse de ellas cuando llega la hora de decir adiós. En una de mis películas favoritas, 'Smoke', dirigida por Wayne Wang a mediados de los noventa, Harvey Keitel, que decide, por fin, dejar el tabaco para siempre y emprender una nueva vida, cuando lanza al suelo el que será su último cigarrillo, lo despide con todos los honores y en lengua española en el original de la obra: «Adiós, amigo».

Los zapatos también pueden ser unos verdaderos cómplices en la vida de una persona. De ahí que cueste tanto arrumbarlos en un rincón o tirarlos a la basura. En la Huerta de Murcia a los muertos –yo mismo pude verlo cuando enterramos a mi abuela paterna, la tía Carmen la Patricia, a mediados de los setenta– se les amortajaba con sus mejores galas y se les calzaba con aquello que les fuera más cómodo, como unos alpargates de andar por la casa, como si tuvieran que ir a pie hasta el cielo.

En la serie, recién estrenada, titulada 'Patria', basada en la exitosa novela homónima del vasco Fernando Aramburu, Bittoni, la esposa del Txato, asesinado por la banda terrorista ETA, sabedora de su enfermedad y del destino trágico que le aguarda, les hace un único y severo encargo a sus hijos: que la entierren con los zapatos blancos que lució en su boda.

Los zapatos pueden ser unos verdaderos cómplices en la vida de una persona. De ahí que cueste tanto arrumbarlos

A mi par de viejos zapatos –unos náuticos de piel de vaca y suela de plástico duro, casi indeformable, adquiridos hace más de un lustro– los limpié con toda calma y les apliqué abundante betún y les pasé después un cepillo y un trapo para darles brillo antes de dejarlos definitivamente en el armario, como si también los estuviera amortajando, preparándolos –como los egipcios hacían con sus finados– para el largo viaje al más allá. Han sido años de hacerme compañía; de ir conmigo a todas partes, de no dejarme jamás tirado, de estar disponibles a cualquier hora del día y no quejarse jamás de los caminos, a veces pedregosos e intransitables, por donde los he conducido.

Por esa y otras razones, los zapatos han merecido estar en los versos de muchos de los mejores poemas o de ciertos cuadros en los que el artista se ha esmerado por reflejar, lo más fielmente posible, el alma de un objeto que, a primera vista, parece desprovisto de ella. Lope de Vega, por ejemplo, se ha referido en alguna ocasión a los zapatos de su dama. Unos escarpines bonitos que revisten y adornan un pie blanco, suave y pequeño, que era el ideal de belleza de la mujer en los siglos de oro. Nicanor Parra, en su poema titulado 'Cambios de nombre', habla de sus zapatos, que parecen ataúdes. Y Neruda, en 'La pobreza', pone en verso el inconveniente de ir al mercado con unos zapatos rotos.

Pero si es de ser sincero, a mí me hubiera gustado que Antonio Machado le hubiera escrito un breve poema a sus zapatos después de realizar, casi todo el trayecto a pie, su viaje hacia el exilio desde territorio español hasta Colliure, la ciudad francesa que lo acogió para siempre. Pero, cautivo y desarmado, como todos los poetas que van a la guerra, solo llegó a tiempo para morir y entregar, al dios óptimo y máximo, su alma cansada y triste. Con las fuerzas justas para pergeñar ese último verso, secreto y misterioso, que alguien encontró en el bolsillo de su gastado abrigo, escrito en un papel viejo y arrugado, cuando ya había muerto: «Estos días azules y este sol de la infancia».

Que uno sepa, a día de hoy, no existe aún un lugar digno en donde depositar un par de viejos zapatos que, de ningún modo, merecen el castigo de ir al contenedor. Unos zapatos que ya no son aptos ni siquiera para donar a otra persona, como he tenido ocasión de ver en los Estados Unidos, en los locales del Ejército de Salvación, en donde había objetos tanto de segundo pie como de segunda mano.

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