En la sala de espera, los más encontraban en el teléfono móvil una vía de pasatiempo ante el plantón y la expectativa de que se ... anunciara el código correspondiente a su turno. Dedos ágiles y cabeza baja en el punto de mira de la pantallita, en imagen que contrastaba con la cabeza hacia atrás sin mira alguna de aquella mujer que, cerrados los ojos, apenas podía esconder su dolor físico, acrecentado por el dolor que provoca la soledad.
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En el pasillo de espera, una especie de mastodonte mascullaba sus quejas por la presencia en la sala de 'morenos' «que vienen aquí a quitarnos el trabajo y a que los curen gratis». Será racismo, pensó, y concluyó que sí, que no solo se ven actitudes racistas en un estadio de fútbol de Valencia, Madrid, Mallorca, u otro, con griteríos insultantes a Vinicius (el jugador del Real Madrid que probablemente sea el que más faltas recibe y el que peor las soporta), sino que también es racismo ese desprecio al diferente, por la simple sinrazón del color de su piel. Como si el blanco, el negro o el amarillo se eligieran al nacer. Optó entonces por no llamar la atención al mastodonte y no solo por miedo a su corpulencia sino, principalmente, porque sus expresiones discriminatorias son consecuencia de la ignorancia. Punto y aparte.
Vuelta a la observancia de los doblemente pacientes, cuyos distintos dolores o padecimientos que les llevaron a la sala de espera confluían, pensó, en una misma soledad no superada por el hilo de comprensión ajena. Dolor y soledad viajan juntos a refugiarse en una guarida humedecida por lágrimas sordas ante la constatación de que un dolor no puede ser completamente reconocido más que por quien lo padece.
Fuera de la sala de espera, cuyo habitáculo es manifiestamente mejorable, la noticia se centraba en que Junts y PSOE ya habían terminado de redactar su particular acuerdo hacia una ley de amnesia para perdonar afrentas, agravios y deudas económicas, esa ley de olvidos para la que se nos pide «altura de miras». Pues va a ser que no. Va a ser que, a muchos, a los más, nos encontrarán con la cabeza gacha, bajos de mira, por el sentimiento de vergüenza ajena a que nos induce la comprobación de que los españoles sigamos empeñados en autodestruirnos.
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