La maldición de Portmán o la historia de un fracaso colectivo
La lluvia de millones necesarios para paliar el desastre es incómoda de encajar en todo presupuesto, máxime cuando los réditos políticos serían casi nulos
L os vertidos de estériles mineros que la empresa Peñarroya realizó en Portmán de 1957 a 1990 constituyen uno de los mayores atentados medioambientales ocurridos ... en España en las últimas décadas. Esta consideración, compartida por políticos de uno u otro signo, grupos ecologistas o simples ciudadanos de a pie, es lo único que hoy suscita consenso en relación a esta catástrofe que acabó enterrando la bahía de Portmán bajo 60 millones de toneladas de residuos.
La nueva propuesta del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico sobre la manera de 'zanjar' –que no solucionar– el problema, inmovilizando los estériles y descartando la recuperación de la bahía, ha encendido de nuevo la polémica y abierto la consabida guerra de acusaciones mutuas y puñaladas dialécticas, orillando la gran cuestión subyacente: Portmán ha sido, es y será la historia de un fracaso colectivo.
Lo fue en origen, porque hubo una sociedad sin conciencia medioambiental que por diversas razones (intereses económicos, estratégicos o laborales) convivió y consintió semejante desastre, amén de mostrar una inutilidad manifiesta para hacer efectivo el principio de que quien contamina, paga. Y lo sigue siendo hoy, porque, en los treinta y cinco años transcurridos desde el cese de los vertidos y a pesar de los avances tecnológicos y de los esfuerzos realizados por distintas administraciones, la sociedad actual ha sido incapaz de encontrar una solución viable que permita el almacenamiento seguro de los estériles y la recuperación de la bahía,
La perspectiva no es halagüeña. Los dos grandes partidos que se han alternado en el poder, tanto a nivel regional como nacional, Popular y Socialista, han demostrado que no se sienten lo suficientemente comprometidos con la solución de un problema heredado del tardofranquismo, que afecta a un pueblo de poco más de mil habitantes de una Región como la nuestra sin peso específico alguno. La lluvia de millones necesarios para paliar el desastre resulta incómoda de encajar en cualquier presupuesto, máxime cuando los réditos políticos o electorales de esas posibles inversiones serían prácticamente nulos.
La geopolítica también juega en nuestra contra. ¿Seguiríamos sin una solución treinta y cinco años después si el desastre medioambiental de Portmán se hubiera producido, por ejemplo, en Cataluña? Si nuestros diputados por Murcia fueran tan decisivos para el sostenimiento del Gobierno de Pedro Sánchez, como lo son los de Junts, ¿se hubiera atrevido el Miteco a cambiar de criterio o estaríamos ejecutando ya la recuperación de la bahía, del puerto e incluso la contrucción de un atractivo resort adyacente? ¿Hubiera ofrecido aquí y allí la última propuesta de solución? ¿Se guía esta verdaderamente por criterios más realistas y comprometidos con el medio ambiente o es una forma más económica de enterrar, nunca mejor dicho, el asunto?
Tampoco ayuda la actual coyuntura de inestabilidad política nacional, ni la nueva generación de políticos que abominan del diálogo, y, en consecuencia, del consenso, más preocupados en vocear el relato que les impone el partido y en atacar al contrario, que en favorecer la necesaria colaboración con otras administraciones para facilitar la solución de este y otros graves problemas.
La propia agenda pública regional, no digamos ya la nacional, ha desplazado el conflicto de Portmán a los últimos puestos de interés. El foco público se centra aquí en los recortes del Trasvase y en una regeneración del Mar Menor lenta y no suficientemente asegurada, mientras persistan las maniobras de quienes se niegan a asumir su responsabilidad en el conflicto y pretenden imponer sus intereses.
Portmán vuelve a ser la bahía de los sueños rotos, la imagen desoladora de un fracaso colectivo, recordatorio indeleble de lo que nunca se debió permitir, de lo que nunca debió ser.
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