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He sentido apuro al ir a la farmacia a por un jarabe para la tos para mi madre, quien cree que después de pasar el coronavirus «con síntomas muy leves» tiene ahora faringitis. Ayer coronavirus, hoy faringitis, mañana, el mundo. En ese momento había dentro una vecina estilo aplausos en los balcones. Parloteaba con la sordera típica de los españoles que, con mentalidad de cabreros, parecen que se dirigen a gente que se encuentra no a la reglamentaria distancia de seguridad sino en otra montaña. Me atendió una joven manceba –no sé si es delito seguir llamándolas así– con esa recién reestrenada simpatía de un país que no era realmente agradable con los demás desde que había miseria real en el país, allá por los años 50. El tener para comer hace perder modales. «Oiga, es que estamos en democracia», te decían. Le dije a la manceba, muy grave como siempre, dada mi avanzada edad y para que nadie interpretara que me estoy probando sexualmente con ella: «Quiero bisolvón, jarabe».

Pretendía que la conversación con la chica terminara ahí. Pero lo malo no suele durar nunca un instante, ni siquiera en las modalidades de muerte menos dolorosas. «Bisolvón... Pero, ¿para tos con moco o tos seca?», preguntó con una panorámica y fresca sonrisa que, me pareció, rebasaba los límites de la mascarilla. La vecina estilo aplausos en los balcones calló. Alguien había dicho la palabra «bomba» en el avión. Por mencionar el sintagma «tos seca», síntoma de coronavirus, en estos días en público la policía sanciona con multa de hasta treinta mil euros. La vecina se estiró hacia atrás, para abarcarme entero con mirada de odio, en gesto también españolísimo (definitivamente, no podría haber nacido en otro lado). Yo podía ser un contagiado, y por la calle. Estuve por balbucear que todo era culpa de mi madre.

Empecé a desmoronarme. Me ocurre en los comercios como a aquel poeta con aspecto de 'voyeur' de la Generación del 27, Dámaso Alonso creo que era, que decía que no leía prensa porque le daba apuro ir al quiosco, preguntar si le quedaban ejemplares de una determinada cabecera y que el quiosquero dijera de malos modos: «¿Pero es que no ve usted que ya no quedan?». De alguna manera, ante el pequeño escándalo, yo esperaba ver aparecer al farmacéutico para echarme una de aquellas broncas sobre la pérdida de valores que antes se echaban en las farmacias católicas legitimistas por pedir condones o píldoras anticonceptivas (qué nostalgia porque van desapareciendo las farmacias católicas legitimistas). «¿Conque tos seca, eh? En esta farmacia no tenemos de eso. Es que se está perdiendo todo. Pero la gente como usted, ¿en qué piensa?...»

La próxima vez que vaya mi madre con el respirador.

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