El ruiseñor de Patiño
ARTÍCULOS DE OCASIÓN ·
El legado de José Garre Cánovas es el de un crisol donde fundió la bonhomía con sus profundos conocimientos médicos puestos al servicio de sus pacientesCada día soy más consciente de que mi generación está en almoneda y el fallecimiento de cada amigo me produce un doloroso desgarro interior de ... mí mismo, un desprendimiento de algo que es imposible reemplazar. Sorpresivamente se me ha muerto de súbito José Garre Cánovas, mi médico de cabecera, mi amigo. Tengo repelús a las necrológicas y como trabalenguas a la palabra obituario. Por eso al escribir este artículo de ocasión de hoy sobre el último adiós al amigo fraterno, no lo haré como una elegía, o acaso tenga cierto sentido de elogio o alabanza, pero sí será como una apología sincera que cante su virtuoso modelo de vida.
El legado que nos deja José Garre Cánovas es el de un crisol donde supo fundir la bonhomía con sus profundos conocimientos médicos puestos al servicio pleno de sus pacientes, sin limitación de tiempo de consulta, volcando en ellos toda la sensibilidad y el cariño del que fue capaz durante muchos años de aciertos clínicos. Su perfil humano también fue coincidente con su vida real. Fue el prototipo de murciano integral. El mismo amor que derrochó por su vocación de médico, lo tuvo con el amoroso cuidado de su huerto. En Patiño, su patria vegetal, donde cultivó él mismo los más sabrosos tomates y desplegó el abanico de las mejores verduras murcianas, rodeado de sus cuarenta árboles de ese huerto familiar y en compañía de Cati, su mujer y sus hijas Adriana y Patricia, vivió y murió en paz. Este será el escenario soñado donde quedará escrita en el aire aquella sutil estela hebrea que dice: «... Y sobre su lecho/ haya paz. Amén, amén, amén».
El día de su muerte, meteorológicamente, también fue un día triste. Amaneció lluvioso, y durante todo el día nos envolvieron densas nubes grises y el tedio dominical de las calles vacías sin caer una sola gota de agua. En el móvil aparece un guasap de Pepe Garre donde me anuncia personalmente que estará esperándome en el tanatorio de la carretera de Santa Catalina y en el posterior alboroque vespertino «en el bar Solara de Patiño, para departir de las aventuras y desventuras que hemos vivido juntos».
En su esquela se ve su afán de pasar como de puntillas hasta el último instante del adiós
Después del soponcio, del tanatorio y las lágrimas, me llegó la reflexión y el análisis. Nada de frivolidad. En ese último gesto se encierra su modelo de vida, su espíritu socrático. Lo dejó todo escrito y dispuesto para que Cati, su mujer, ejecutara su última voluntad.
También redactó la esquela del periódico en su modelo más reducido, solo como un leve «recuerdo que nos acompañe como un pilar, para relativizar la vida y la muerte», donde nos muestra ese afán suyo de pasar como de puntillas hasta el último instante del adiós, testimonio que me ha hecho meditar. Los que nos dedicamos a escribir, cuando asumimos la certeza de que ya somos viejos, después de haber vivido tanto tiempo, erróneamente elegimos un camino distinto al del Dr. Garre asumiendo esa acción de recordar, convirtiéndola en el vano afán de ser recordados.
Mientras que su cuerpo se iba convirtiendo en cenizas, aún calientes, un grupo de amigos íntimos fuimos convocados al alboroque del difunto. Personalmente tenía la creencia de que esa institución murciana del alboroque solo servía para ratificar y cerrar el trato y acuerdo comercial. Pues no. El alboroque de difuntos es un hábito secular, aún vigente, en lo que antes fue la huerta murciana profunda. Ese rito definitorio de su personalidad, tan murcianísima, fue el que nos dejó diseñado para su último instante de la despedida.
Ese alboroque fue todo sinceridad y emoción. Al final, a punto de desplegarse el manto azul de la noche, inexplicablemente, abrí la puerta de cristales del bar. El potente canto de los trinos de un solitario ruiseñor, posado en la rama de un árbol plantado en la acera de enfrente, nos fue dejando paralizados y conmovidos. Nunca había escuchado nada tan hermoso. Parecía que hablaba, nos decía cosas que entendíamos, trinos y notas sublimes que me hicieron llorar, una armonía y variedad tonal que nos envolvió a todos en una paz inmensa. Estoy seguro, como si me lo dijera con su propia voz Francisco Sánchez Bautista: «Era un ruiseñor, no una merla, que ocupa un escalón inferior en la jerarquía canora, seguida por el jilguero».
Desde aquella tarde del alboroque he vuelto a diario a Patiño para escuchar al ruiseñor. Solo me faltaba saber qué me estaba diciendo, quién es y qué quería de mí. Esa vivencia la alterno leyendo a Pla y sus narraciones sobre el paisaje y el ruiseñor. Y también recitando la 'Oda a un ruiseñor' que John Keats escribió para huir de la angustia humana dejándose llevar por la alegría de su canto. Sin embargo, este canto del ruiseñor de Patiño a mí me ha narrado dos cosas: cómo debe ser el paso por la vida y lo que significó su presencia en este mundo para José Garre Cánovas. El ruiseñor de la tarde del alboroque se fue al día siguiente y ya no ha vuelto. Debe haberse ido a otro sitio con sus trinos. Ahora hay merlas, jilgueros y verdecillos que cantan en otra tonalidad.
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