Estábamos en una fiesta cuando alguien propuso una idea extraña: «Id hacia abajo en vuestra lista de conversaciones de WhatsApp hasta ver todos los grupos ... de los que nunca habéis salido». Por supuesto, seguimos la orden sin saber para qué, porque nada tiene más éxito en una reunión de gente desocupada que una propuesta arbitraria.
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El procedimiento para encontrarlos no obedece a ninguna característica de la aplicación, sino a una suerte de decantación emocional: al final, los contactos que menos nos importan y los grupos donde ya nadie dice nada van sedimentando al fondo.
Mientras deslizaba el dedo a la máxima velocidad posible, con cierto aire de concursante en un certamen de encendedores de fósforos, pensaba en qué podría encontrar allí y si no sería mejor dejar las cosas como estaban. Pero seguí. Y uno por uno fuimos llegando a la respuesta, aunque a distinto ritmo, porque no todos guardábamos los mismos cadáveres en el patio. Además, mi teléfono, como el de cualquier periodista, está lleno de interacciones leves como saludos desde un tren en marcha: el mensaje que crucé con aquella responsable de prensa para solicitar una entrevista; el 'hola' al señor que escribió un correo por una denuncia ciudadana que luego abordamos por teléfono; las fotografías de la nieve en Moratalla de un vecino de la zona o el favor que pidió aquel compañero de una televisión nacional el día en que Murcia volvió a ser el centro de los programas de la mañana. Naturaleza muerta.
Me vino entonces a la mente el fantástico arranque del último libro del búlgaro Gueorgui Gospodínov, que aborda la pérdida de la figura paterna y que he visto destacar estos días en distintas entrevistas: «Mi padre era jardinero. Ahora es jardín».
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Revisar grupos antiguos de WhatsApp es presentarte en una casa en la que nadie te espera: ves la ropa tendida, los platos sin lavar y los papeles en el salón antes de reconocer alguna prenda y caer en la cuenta de que la vivienda es tuya.
En la reunión, nos dividimos en dos corrientes: la encabezada por los que defendían abandonar los grupos en el mismo instante en que decae su función y los que, como yo, jamás salen de uno. Permanecer en un lugar cuando ya no es necesario es una forma sutil de cortesía: decir vete tú, que ya recojo y apago la luz; pero también un ejercicio de compasión por todo lo que agoniza. No quieres ser tú el que dispare al caballo herido en el 'western'. Por eso, aunque llegué a pulsar el botón de borrar en varios de aquellos grupos con más de diez años de antigüedad, como 'Cena esta noche' o 'Compra Barcelona', acabé desechando la acción. Que sea otro el motivo que extinga las conversaciones que ya no tenemos. Bastante hace el tiempo como para andar ayudando.
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