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Hace más de 30 años, las reformas educativas emprendidas por el Gobierno de Felipe González tuvieron una contestación tan fuerte en las calles y en los centros educativos que en los principales periódicos hubo que reforzar la plantilla para cubrir la convulsa actualidad que se vivía en la comunidad escolar y universitaria. Tras aprobar la ley de reforma universitaria (1983) y la ley de la Ciencia (1986), empezaba a gestarse lo que acabaría siendo la Logse, la 'madre' de todas las leyes educativas del PSOE. El ministro José María Maravall se encontró no solo con la oposición de los estudiantes. También de los sindicatos de profesores. Su falta de mano izquierda para la negociación avivó aún más el conflicto y fue entonces cuando comenzó a emerger la figura de Alfredo Pérez Rubalcaba, un histórico dirigente de los 'penenes' (los profesores no numerarios que se levantaron en los 70 contra su precariedad laboral en la universidad española). En junio de 1988, siendo secretario general del Ministerio de Educación, Rubalcaba sustituyó a Maravall en la inauguración de un seminario para la reforma educativa, donde esperaban al ministro los principales sindicatos de docentes para visibilizar su protesta. Rubalcaba fue y dio la cara ante los profesores y los periodistas que allí aguardábamos. Ese fue el talante y la actitud que marcaría desde entonces toda su larga trayectoria política. Muy poco después, Maravall era sustituido por Javier Solana y Rubalcaba era nombrado secretario de Estado de Educación. Era el penúltimo peldaño en un Ministerio que terminaría por dirigir en 1992. Durante esos años tuve la oportunidad de tratarle y de informar sobre su labor política. Junto a Solana, Jaime Lissavetzky, Juan Rojo, Carmina Virgili, Luis Oro, Álvaro Marchesi y otros destacados dirigentes socialistas, procedentes casi todos del mundo de la docencia y la investigación universitaria, Rubalcaba contribuyó a levantar los cimientos para la modernización de nuestros sistemas educativo y de ciencia y tecnología, un complicado proceso que distó de ser perfecto, pero en el que retrospectivamente se ven muchas más luces que sombras. A partir de entonces, y tras la travesía por la oposición en la que brilló con su oratoria e inteligencia parlamentaria, le llegarían nuevas responsabilidades. Prácticamente asumió las más importantes, con la excepción de la presidencia del Gobierno, un imposible para quien tuvo que gestionar la herencia de la penosa gestión de la crisis por Zapatero. Particularmente, siempre me pareció un político de un nivel, en todos los aspectos, muy superior a Zapatero y Sánchez. Y me da que es una impresión muy compartida entre los que, por cosas de la edad, hemos conocido a unos y a otros. Las instituciones le han despedido con honores de hombre de Estado. Merecidamente. Quien supo gestionar políticamente el fin de ETA y la abdicación de Juan Carlos I en su hijo nos deja más huérfanos de representantes públicos que saben combinar la defensa de sus creencias y los acuerdos entre diferentes en aras del bien común. Se nos fue un político de otro tiempo, titulábamos nuestro editorial de ayer. Descanse en paz.

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