Las residencias solo deben ser una de las soluciones
La pesadilla del coronavirus genera estadísticas, todas preocupantes y reveladoras, encabezadas por el número de muertos, de los cuales destacan los fallecidos del sector sanitario y los mayores. Ambos grupos son los que generan la mayor parte de los comentarios sobre la pandemia.
El colectivo más vulnerable –las personas mayores– ha confirmado las peores expectativas. Tal y como se temía, la enfermedad ha sembrado el miedo, centrándose en las residencias de la tercera edad, cuyos habitantes, tanto ingresados como trabajadores, han vivido –y ojalá sea así– jornadas de zozobra por el número de afectados. Después de días inquietantes, parece que se está consiguiendo dominar la situación, aunque a nadie se le ocurre cantar victoria. Y, más si cabe, mientras no se descubra una vacuna.
Quizás haya llegado el momento de que la sociedad se plantee si el recurso de las residencias es el más adecuado y único para atender lo mejor posible a aquellas personas que afrontan la última etapa vital. Es una cuestión palpitante e inaplazable, que precisa de un análisis detenido, por la cada vez mayor longevidad de la población. Este hecho supone que dicho colectivo aumente su protagonismo y demande un trato acorde con su peso social. No se debe mirar a otro lado, ya que, de una forma u otra, a todos concierne. Y un hecho a no olvidar es que los ancianos son las víctimas, no los causantes. Parece obvio que el virus llegó de fuera, por cuenta ajena.
Es cierto que décadas atrás, en las familias, los mayores solían ser cuidados por sus descendientes y allegados hasta el fallecimiento. Era lo habitual, salvo aquellas personas cuyo deterioro físico y mental fuese tan severo que precisaran de una atención ajena a las posibilidades del núcleo familiar. En tales casos, se buscaba un centro especializado, donde se les ingresaba, que, según las disponibilidades, podía ser de mayor o menor categoría. Existían, y continúa habiendo, establecimientos públicos e instituciones de beneficencia que acogen a personas sin medios. También habrá quien prefiera la residencia a vivir solo o en la casa familiar. Sería interesante saber cuántos están por propia iniciativa.
Recuerdo en mi niñez –años 50–, que en mi pueblo, de unos 500 habitantes, casi todos los viejos –abuelos o no– fallecían en su entorno familiar o en el hospital. Eran excepciones aquellos que morían en los asilos, denominación que recibían esos establecimientos públicos. Es más, se utilizaba ese nombre de forma peyorativa. Como amenaza, más que como advertencia: «Vas a acabar en un asilo». O como insulto: «Vete al asilo», en caso de los futbolistas veteranos. Y me temo que tales avisos o recomendaciones malintencionadas siguen haciéndose. Sin embargo, hay sociedades, como las sudamericanas, en las que morirse con la familia es lo natural. Es también el caso de etnias como los gitanos, que veneran a sus mayores.
Pero, actualmente, y desde hace años, la composición y el comportamiento familiar ha variado notablemente. Las carencias económicas son tales que en una casa ya no basta con un sueldo, por la reducción salarial registrada en los últimos años. Ello conlleva que en la vivienda, durante la jornada laboral, no pueda estar ni uno ni otro de los miembros del matrimonio. Por ello, si los abuelos viven y se valen por sí mismos lo normal es que estén por su cuenta, en otra vivienda, que es la situación ideal. Y, al faltar uno de ellos, suele ocurrir que, para que no estén solos, sean acogidos por los hijos. Esta circunstancia no es problemática, siempre y cuando la persona mayor disfrute de una vejez saludable, lo que no es habitual. Por el contrario, en tal situación, el abuelo es el mejor colaborador de la pareja, cuando llegan los niños.
Las dificultades surgen cuando el mayor se convierte en dependiente, por el inevitable deterioro de sus facultades. Entonces, los hijos, trabajadores precarios, no pueden ocuparse de su cuidado y tienen que recurrir a terceros. Lo inmediato puede ser alguna persona que vaya al domicilio a cubrir su ausencia, a cambio de una retribución. Pero, al no disponer de recursos económicos para ello, que es lo habitual, hay otras fórmulas, como los centros de día, dependientes de las administraciones públicas, en los cuales son acogidos durante la ausencia familiar. Los llevan por la mañana y los recogen por la tarde. Esta es, a mi juicio, la mejor solución.
Lo peor es cuando la dependencia es tal, que ya no basta con el centro de día, y precisan de una atención especial, porque, incluso, han perdido la propia movilidad. Entonces es cuando hay que recurrir a la residencia o al centro geriátrico, salvo que la familia pueda brindarles en casa el apoyo necesario, lo cual no suele ocurrir.