Vapor de cáncer
Es raro lo de los estancos. La chica, fijo, terminó haciendo negocio. Con 14 años no hay quien se resista a una oferta así
Que resulta que tengo que recargar la tarjeta de transporte público. Ahora después lo cuento.
Decidí hace mucho tiempo que el medio ambiente de nuestros ... hijos va a ser mucho más saludable si planto mis respetos sobre autobús interurbano de línea que si lo hago sobre mi particular vehículo contaminante. Quizás soy cívico-verderol, aunque también incentiva mucho el sentirse tan bien acompañado desde por la mañana por otros semejante igual de atareados que tú en ese 'scroll' infinito que son las preocupaciones diarias. Así, al contaminar juntitos, uno se siente mejor, aunque se sienta peor, pues no siempre hay sitio y, en mañaneras ocasiones, cuando hay sitio, el espacio es cada vez menor, como resultado de que la población se nos va creciendo en tamaño vertical, pero también horizontal. Así que te apiñas y, por más que no quieras, te rozas sin cariño, como se roza una bayeta en fregadero. Quién es bayeta y quién fregadores, es pregunta indéxica.
El caso es que me dirijo al estanco con el objetivo de perpetuar las sensaciones transportadoras que acabo de indicar en el párrafo anterior. Al entrar en el estanco, una campanilla advierte de mi entrada y me pregunto si dicho sonido no serán restos de una Navidad extemporánea, vamos, como si Rodolfo el reno (al que tengo algo de manía) se hubiera pillado una trompa de meses en ese lugar expendedor de todo tipo de cosas contradictorias. Y es que el estanco es tan contradictorio (el calambur y adláteres es figura retórica de mi predilección, dicho sea de paso)
Tras el titilar de la campanilla del reno ese borrachuzo, me llega a las napias un olor suave, dulce, como si acabara de adentrarme en la casa recién estrenada de una joven parejita burguesa, con la hipoteca esperándoles al otro lado del miedo, fiel como un perro con sarna, famélico y rabioso. Oye, qué olor tan agradable. Apenas doy un paso, una joven impecable, larga melena, brillante como sólo puede brillar una melena en un estanco de barrio, me saluda. Me quedo desconcertadillo. No por su belleza juvenil, pues se me pasó la hora a mi cita con ella unos 15 años. Pensé que la estanquera había contratado una ayudanta de porte tal. Dicho sea de paso otra vez, la estanquera vende sus productos sin demasiado afecto. Te los dispensa y te cobra, y adiós muy buenas. Todo lo contrario que esta joven.
Mientras el eco de la campanilla de Rudolph se evaporaba, me llegaba el dulce olor que me dirigía hacia la joven, quien, saludadora, me informó acerca de una sustanciosa oferta que graciosamente me hacía una marca de vápers sólo a mí y por ser yo. Me sentí tan honrado. Le indiqué que, desgraciadamente, no fumaba, y que eso me impedía recibir la vaporosa donación ni a ese ni a ningún otro precio. La muchacha me sacó de mi ignorancia: fumar no es vapear. Y me explicó que, todo lo contrario. Ya la joven me empezaba a caer un poco mal, como si se le hubiera ensuciado el pelo de repente. Esto me suele pasar si siento que me tratan como un imbécil tan sólo porque soy educado. Además, qué leche, yo tenía que cargar mi tarjeta de transporte con la que tanto bien le hago al medio ambiente. Le dije que no me interesaba, que el váper es el cáncer del tabaco por otros medios. Logré abandonar el estand, estratégicamente ubicado en el estanco y adquirí mis verdes pases a la santidad climática del transporte público.
Antes de salir, la joven (que sólo hacía su trabajo) le hizo la misma oferta a un hombre que había entrado con su hijo menor, de unos 14 años. Es raro lo de los estancos. La chica, fijo, terminó haciendo negocio. Con 14 años no hay quien se resista a una oferta así.
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