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Adoro este museo. Soy consciente de ciertas polémicas del mundillo sobre su gestión. Pero a mí el Reina me encanta, aunque apenas haya lugar para ... artistas españoles de los años 50-90 o no celebre el centenario de artistas tan importantes como G. Torner o Martín Chirino. Lo respeto. No estoy de acuerdo, pero lo respeto. Aporta otras cosas.
Pues bien, a pesar de que tanto me gusta, el otro día asistí a una tortura en pleno Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. No es una metáfora. Es literal y quisiera que este artículo sirviera como denuncia y como reflexión para un gremio, el de la estética y el del sistema del arte, que tiene por virtud el de pensarse y repensarse a sí mismo de continuo. Yo, desde luego, cuando entro a un museo, además de disfrutar de las propuestas, me enfrento al conjunto sistémico.
En lo que sigue, voy a describir la tortura. Sucedió mientras me adentraba en una exposición magnífica de Grada Kilomba, titulada 'Opera to a Black Venus. ¿Qué nos diría mañana el fondo del océano si hoy se vaciara de agua?'. No voy a describirla aquí, sería imposible. Sí diré que es ese tipo de obra compleja, que se enmarca en el discurso de denuncia contrahegemónica de la colonialidad. Me pareció una exposición magnífica por dos cosas fundamentalmente. En primer lugar, me pareció una obra hermosa y oscura, bien pertrechada en toda su dureza, pero sin perder nunca cierta elegancia sombría. Sin embargo, por lo que me pareció grandiosa esta obra es por algo que tengo la certeza de que nunca ha estado en la intención ni de la artista ni de nadie entre los gestores del museo. La obra de Grada Kilomba tenía una segunda lectura impensada, algo así como una versión siniestra que se vuelve contra ella misma y anula todo el escenario. Voy a explicarlo.
Al finalizar el recorrido por las diferentes fases de la obra, observé en penumbra la silueta de una vigilante de sala. Al acercarme, noté la angustia en sus ojos. Me detuve cerca de ella en la oscuridad del entorno. Sus ojos se cruzaron con los míos. Le pregunté: «¿Está usted bien?». No respondió. Me miró con una mezcla de extrañeza y agradecimiento. Había en ella como una gratitud por el solo hecho de que alguien reparara en su existencia. Entretanto, a nuestro alrededor, retumbaba en la sala una y otra vez una letanía terrible, horrísona, que formaba parte de la obra. Era un martilleo terrible, de ultratumba. Comprendí entonces que aquella pobre vigilante de sala se estaba sintiendo torturada. Nadie puede soportar cabalmente un ruido así durante horas, metida en una sala oscura y salir indemne. Le pregunté: «¿Cómo puede usted soportar esta oscuridad y esta letanía ensordecedora durante horas?». No me respondió a la pregunta en sí, sino que dijo: «Muchas gracias. No sabe cuánto le agradezco la empatía. Es horrible. Tengo pesadillas. Ningún compañero quiere que le toque una sala así». «Pero se turnan, ¿no?». «Nos turnamos, pero da igual, porque es día tras día, tras día». «¡Madre mía! Para mí está muy bien, que vengo y me voy. Pero estar aquí durante horas es, sin más, una locura, un destrozo psicológico».
En serio, lo digo muy en serio, esa persona estaba mal, muy afectada, y la causa era una obra de arte. Me fui dándole vueltas a la idea del papel del artista como torturador y de la obra de arte como máquina de tortura. He aquí el reverso siniestro de toda acción contrahegemónica. De aquí no se sale. Todo arte y todo artista que no admite esto de principio, se miente sin quererlo quizás, nos miente y, antes o después, será un torturador involuntario, es decir, repetirá el gesto de violencia que aspira a denunciar y reparar. Y bien que siento su fracaso, porque también es el mío.
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