Hace un año se decretó el primer estado de alarma para responder a la pandemia de la Covid-19. Pasamos de una cierta ingenuidad colectiva, ... en la que vivíamos en los primeros días de marzo del pasado año, a la aprobación de unas medidas draconianas aquel 14 de marzo: el Gobierno concentró los poderes en un mando único y fuimos confinados en nuestros domicilios durante dos meses con la paralización casi absoluta de la economía. Tras ello, se organizó una progresiva desescalada que terminó en junio, cuando comenzó lo que el Gobierno bautizó como «nueva normalidad». El paréntesis veraniego y el inicio de curso trató de gestionarse con las restricciones que las comunidades autónomas iban adoptado de forma más o menos coordinada pero que, conforme volvían a aumentar los contagios, tuvieron que hacerse más intensas, destapándose el problema de su débil base jurídica. Recordemos el sindiós de autorizaciones judiciales contradictorias que se produjo entonces. El Gobierno de la nación volvió a intervenir a inicios de octubre con un segundo estado de alarma solo para Madrid y, semanas después, aprobó un tercero que extendió a todo el territorio nacional. Este último estado de alarma, en el que todavía nos encontramos, ofreció un marco de medidas restrictivas (toque de queda, confinamientos perimetrales...), delegando en los presidentes autonómicos su concreción, y fue prorrogado por el Congreso por un período de seis meses, hasta el 9 de mayo.
Publicidad
Vaya por delante que, en mi opinión, no vivimos una «nueva normalidad», sino una anormalidad prolongada. No podemos dar por bueno que las restricciones con las que vivimos sean algo normal. Son excepcionales y solo se justifican en el marco de ese Derecho Constitucional de emergencia para responder a esta pandemia.
Más allá, por mucho que en los tiempos excepcionales se imponga la lógica de que 'salus publica suprema lex' (el interés general es la ley suprema), en un Estado democrático de derecho debemos preocuparnos porque, también en esos momentos extremos, las garantías constitucionales sean eficaces y el ordenamiento jurídico prevenga abusos y restricciones desproporcionadas de nuestras libertades. Y aquí el balance no es todo lo satisfactorio que sería deseable. Ha habido importantes carencias, aunque debemos alejarnos de críticas burdas como hablar de dictaduras gubernamentales y de otros disparates que han llegado a escucharse.
Lo que más me preocupa son ciertos efectos nocivos sobre el orden político institucional que podrían quedar como una negra herencia
Partíamos de un marco jurídico obsoleto: la ley orgánica de los estados excepcionales se redactó en el 81 pensando en el golpe de Estado del 23-F, y la que regula las medidas especiales en materia de salud pública es de 1983 y resulta muy vaga. Para colmo, a diferencia de otros países, el Parlamento en España ha sido el gran desaparecido y ha desaprovechado la ocasión para actualizar la normativa. Así que, con esos deficitarios mimbres, se intervino mal que bien. De los tres estados de alarma, solo el segundo, el de Madrid, creo que fue plenamente respetuoso con la Constitución. En el primero, la medida de confinamiento domiciliario supuso a mi entender una suspensión de la libertad de circulación que la Constitución no permite adoptar en el estado de alarma; y, el tercero, ha sido una mera ley habilitante que ha desnaturalizado el régimen del estado de alarma y sus garantías, con una prórroga tan extensa.
Publicidad
Aún así, lo que más me preocupa son ciertos efectos nocivos sobre el orden político institucional que podrían terminar quedándonos como una negra herencia. El primero es que el Parlamento ha quedado todavía más empequeñecido. Ha abdicado de su función legislativa, como he señalado, pero también de la función de control al Gobierno, esencial en un momento de crisis, y sus debates han sido más propios de un gallinero que de una cámara deliberativa. Ello termina por reforzar la deriva presidencialista de nuestro sistema político, para la cual no tenemos contrapesos democráticos adecuados. El segundo sería la evidente falta de un mínimo de lealtad institucional para coordinar actuaciones en un orden descentralizado. Y, el tercero, es la imagen del Derecho como algo líquido, que no ofrece certezas sino que puede ser maleado por la voluntad política.
En definitiva, cuando volvamos a la auténtica normalidad se abrirá un momento de reconstrucción nacional que será evidente en el ámbito económico y social, donde las secuelas van a ser durísimas, pero también en el jurídico-institucional. Estos serán los grandes desafíos de nuestra generación.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión