No es Weimar, pero...
Primero de Derecho ·
El Parlamento no puede ser un teatro, cuando no un gallinero, y no es sostenible prolongar gobiernos interinos y unas terceras elecciones podrían ser demoledorasSe cumplen cien años de la aprobación de la primera constitución democrática alemana, bautizada como Constitución de Weimar por la ciudad donde fue adoptada en 1919. Eran tiempos muy difíciles: tras la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial, grupos de soldados y obreros trataron de promover una revolución socialista al modo soviético, haciendo caer la monarquía imperial en un país desolado. Finalmente, se celebraron elecciones constituyentes y se impuso la moderación. Una coalición de partidos encabezada por socialdemócratas y apoyada por el centro católico y por liberales logró dar a luz a aquella Constitución. Sin embargo, las sucesivas crisis económicas que arrasaron la clase media alemana y la debilidad del Gobierno, caracterizado por la inestabilidad parlamentaria y las repeticiones electorales, y su incapacidad para garantizar la seguridad económica y vital de los ciudadanos, con violencia en las calles promovida por grupos de extrema derecha y comunistas e intentos golpistas, fueron minando aquella coalición original. A ello se añadió la deslealtad de algunos territorios hacia la República y las pulsiones separatistas, y la falta de compromiso democrático de las élites sociales y económicas. Todo lo cual aupó en los años treinta del pasado siglo al partido nazi como primera fuerza, aun sin mayoría clara. Cuando Hitler llegó a la presidencia en un primer gobierno de coalición en 1933, amparándose en una legislación de excepción, ilegalizó y detuvo a la oposición comunista y socialdemócrata y consiguió que el Parlamento aprobara una ley de reforma constitucional para dotarle de plenos poderes. Así se suicidó aquella primera democracia alemana; el resto de la historia ya lo conocen.
Hoy día la situación que vive España no es la de aquella República de Weimar. Entre las principales diferencias señalaría que los efectos de la crisis económica, aunque han mermado nuestra clase media, se han visto amortiguados gracias a nuestro Estado social. Además, el nivel de violencia política que hubo entonces (asesinatos, grupos paramilitares...) no tiene parangón ahora. Y nuestras democracias son más maduras y tienen más anticuerpos contra discursos populistas y antiliberales, en particular al estar integradas en un espacio privilegiado donde la Unión Europea y el Consejo de Europa velan por el Estado democrático de Derecho. Ahora bien, recordar esta experiencia creo que es pertinente porque nos permite extraer algunas enseñanzas aplicables a los tiempos actuales.
La primera lección que deberíamos aprender es la necesidad de abandonar lógicas frentistas, dos bloques ideológicamente contrapuestos, para construir un centro moderado donde el diálogo y el entendimiento sea posible. Muy en especial, los líderes políticos, pero también los periodistas, deben dejar de azuzar a la población; hay que templar. Basta de 'a por ellos' y de 'tsunamis democráticos'. Esos discursos beligerantes han terminado por crear una fractura social artificial. Es hora de reconocer al adversario sin insultos ni desprecios, de mostrar disposición sincera y generosa a transaccionar, de trascender del interés electoral egoísta y de la creencia que uno tiene la verdad absoluta. Solo así se podrán afrontar los problemas de fondo de nuestro país: pensiones, educación, financiación autonómica, empleo...
La segunda lección que destacaría es que las democracias se degradan cuando los parlamentos no son capaces de formar gobiernos estables. El Parlamento no puede ser un teatro, cuando no un gallinero, y no es sostenible prolongar gobiernos interinos y unas terceras elecciones podrían ser demoledoras. Por ello hay que evitar las prisas en la formación del Gobierno. De hecho, si de verdad PSOE-Podemos han podido forjar un preacuerdo con tanta celeridad, estas segundas elecciones habrían sido absurdas y podrían habérnoslas ahorrado. Pero, además, parece que no se haya aprendido nada de la moción de censura. No se trata solo de formar Gobierno, sino de que este tenga una mínima estabilidad. A este respecto, antes que un débil 'Gobierno Frankenstein', apostaría por un pacto de legislatura PSOE-Cs-PP, con un Gobierno monocolor socialista, pero que diera estabilidad y permitiera afrontar con amplio consenso las necesarias reformas de Estado. PP y Cs podrían ejercer de oposición constructiva, y Vox, Podemos y los nacionalistas tendrían que optar por sumarse a los consensos o por confirmar su radicalidad. Eso sí, llegado el caso podría plantearse que Pedro Sánchez no fuera el presidente de ese Gobierno socialista -el Congreso puede elegir como presidente a quien quiera, incluso a alguien que no sea parlamentario-. Y es que, como ha hecho Rivera, sería razonable que los líderes cuya ineptitud nos abocó a la repetición electoral asumieran su responsabilidad, especialmente cuando para colmo han perdido apoyos electorales.
Por último, debemos comprender que la Constitución no es el sarcófago que guarda las esencias patrias ni el programa político de ningún partido. La Constitución recoge aquellos acuerdos fundamentales que nos permiten convivir pacíficamente en una comunidad democrática. Cuando lanzamos la Constitución contra el adversario político -y aún peor cuando se propone ilegalizarlos-, o cuando buscamos leer en ella el programa de nuestro partido en sentido excluyente, se está erosionando su vocación integradora. Se menoscaba así, como escribía el profesor García Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, la primera de las funciones de la Constitución que es la integración nacional. Integración que parte del reconocimiento y estimación del pluralismo de la sociedad. Porque, en definitiva, el fundamento de la Constitución se encuentra precisamente en el abrazo que pintara Juan Genovés.