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Hace casi treinta años se aprobó la Ley orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, que desarrolla el artículo 116 de la Constitución, al cual se ha tenido que recurrir durante más de tres meses para afrontar, con poderes extraordinarios, la respuesta a la epidemia. Tanto antes como después del estado de alarma, la base jurídica para las medidas que fueron adoptadas se encuentra en una pléyade de normativas autonómicas y nacionales. Y, en particular, en la Ley orgánica 3/1986 sobre medidas especiales en materia de salud pública, que habilita a las autoridades sanitarias a adoptar medidas tanto de prevención general frente a una pandemia como otras de control de los enfermos y sus contactos, aún gravemente restrictivas de derechos fundamentales.

Pues bien, aunque el año de aprobación no sea un indicador fiable de la obsolescencia de una norma (que, por otro lado, puede ir modificándose y adaptándose), lo cierto es que la crisis del coronavirus ha evidenciado importantes lagunas en estas normativas y, sobre todo, ha puesto de manifiesto que fueron diseñadas para afrontar unos riesgos que ahora pueden resultarnos remotos –piénsese, por ejemplo, en el estado de excepción o de sitio que tenían fundamentalmente en la cabeza lo vivido el 23-F–, mientras que ofrecen una débil cobertura para afrontar otras amenazas ahora más presentes. Ello ha obligado a que haya sido necesaria una cierta dosis de improvisación, casi se podría decir de creación 'in fieri' del marco jurídico con el que se ha ido dando respuesta a la actual pandemia. El problema es que por el camino se han debilitado algunas garantías de nuestros derechos y, en algunos casos, la improvisación ha sido rayana con la chapuza. Recuérdese cómo, durante el estado de alarma, se discutía aquello que estaba prohibido –si se podía ir a misa o a comprar a un supermercado lejos de casa–, o cómo se ha afrontado el aplazamiento electoral y el voto de los contagiados, algo que ha sido un auténtico dislate jurídico. De igual forma, resulta más que dudosa la constitucionalidad de recurrir al decreto-ley para establecer regulaciones generales que sirven de habilitación para que se adopten medidas gravemente restrictivas de derechos fundamentales, lo cual exigiría ley orgánica.

Ahora bien, siendo legítimas todas estas críticas, al mismo tiempo debemos tratar de evitar adjetivos gruesos que empañan la correcta apreciación de nuestra democracia, como, por ejemplo, cuando se ha voceado que el Gobierno buscaba crear una «dictadura constitucional». No creo que sea así y, en general, nuestro Estado constitucional, es decir, nuestras instituciones al margen de los políticos que las dirigen, al menos en este primer envite de la pandemia, han aprobado esta difícil prueba. Eso sí, estamos ante una evaluación continua y la crisis no se ha superado, por lo que no podemos dejar de preguntarnos si se está ordenando adecuadamente la nueva fase en la que estamos, donde ya ni siquiera está claro si es de desescalada o de nuevos brotes.

Y aquí mi impresión es menos positiva. Urge dar un marco normativo seguro y claro, con las mayores garantías. A este respecto, podría ayudar que el Tribunal Constitucional resolviera los recursos pendientes sobre las medidas adoptadas durante la pandemia. Pero, sobre todo, resulta imperioso que intervenga el legislador. De ahí que no se entienda que los grupos parlamentarios no estén estudiando ya, por vía de urgencia, una modificación de las leyes antes citadas. En especial, en mi opinión el confinamiento generalizado de la población en sus casas exige repensar el estado de excepción; y cuando se trate de medidas de confinamiento perimetral convendría regular si es necesario decretar el estado de alarma en ese territorio, con la posibilidad de que el Gobierno de la nación delegue en el correspondiente presidente autonómico, o si puede dictarlo la autoridad sanitaria autonómica con autorización judicial –optaría por lo primero–. Lo cual requiere que el Gobierno de la nación tenga iniciativa, ya que no puede quedar en manos de los Gobiernos autonómicos ir sacando sus normativas para responder a la pandemia, con poco orden y bastante desconcierto. Y es que, haciendo cierto el tópico de que España es un país de extremos, parece que hemos pasado de una exorbitante concentración del poder en el Gobierno central a un 'laissez faire' autonómico.

En definitiva, si nuestros políticos quieren que nuestra democracia apruebe la convocatoria final es imprescindible cooperar con lealtad y una buena dosis de altura de miras.

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