A finales del curso pasado, aproveché para denunciar el proceso de infantilización en el que creo que está sumida la universidad. Una institución que, en ... mi opinión, tendría que dar solidez y rigor en estos tiempos líquidos, partiendo del estudio como centro de su actividad. Por ello, quisiera esbozar ahora algunos apuntes sobre cómo debería construirse esa universidad ideal.
La primera idea, de índole teleológica, es que la universidad no ha de concebirse como una mera formación profesional (que es en lo que la hemos convertido). La primera misión de la universidad ha de ser formar a jóvenes en un saber académico (liberal, en sentido clásico, como saber teorético o especulativo), cultivando, además, alumnos con sentido crítico y valores humanos. Algo útil para desempeñar una profesión, pero sin que esto sea el objeto prioritario. Por decirlo con Ortega, fracasará aquella universidad que forme profesionales doctos en sus materias, pero que, a la postre, sean «bárbaros», ayunos de otras virtudes y sensibilidades humanas.
Este ideal tendría que tener una plasmación directa en la concepción de los títulos universitarios. En contra de la tendencia actual con grados cada vez más hiperespecializados, apostaría por volver a un sistema organizado en cinco años de estudio: grados de tres años generalistas en ramas de conocimiento (humanidades, jurídico, sociales, ciencias experimentales...) y posgrados de dos años, que den acceso a las principales profesiones. Además, podrían diseñarse másteres de altísima especialización. Incluso, cabría plantear un curso preuniversitario para trabajar cuestiones básicas. Por ejemplo, no se puede llegar a Derecho con graves carencias en comprensión lectora o en redacción, o en saberes como filosofía o historia.
Esta apuesta habría que complementarla con un reforzamiento de la formación profesional. La universidad tendría que dejar de ser la salida natural de la mayoría de jóvenes, lo que exige prestigiar la FP y reforzar, y mucho, la Secundaria y el Bachiller.
A nivel de profesorado hay que cambiar radicalmente el planteamiento actual que ha llevado a una burocratización de las actividades académicas y a su valoración 'al peso'. Además, debe corregirse la precariedad de la actual carrera profesional y acabar con muchas de las corruptelas que facilitan la endogamia y la mediocridad. Sin ser revolucionario, propondría el siguiente 'cursus honorum' para ser profesor universitario: primero, el doctorado durante tres años, sin carga docente y con una buena política de becas. Luego, un concurso de méritos, previa acreditación, para ser profesor ayudante doctor, por otros tres años máximo. La acreditación por un órgano independiente nacional –la actual Aneca– debería valorar, fundamentalmente, la calidad de la tesis doctoral y de la formación adquirida. Nada de exigirle a un ayudante capazos de publicaciones, comunicaciones, etc. Poco y bueno. Además, durante ese periodo como profesor ayudante, la carga docente tendría que ser reducida para que el profesor novel se dedique a estudiar. El siguiente escalón sería ya profesor permanente (lo lógico sería funcionario, como ocurre en las demás administraciones públicas), tras superar un auténtico concurso-oposición. Con un tribunal con miembros externos, especialistas del área de conocimiento, elegidos por sorteo. Y con la exigencia de que, como hacen los profesores de Secundaria, en la fase de oposición tenga que examinarse de su materia y defender una programación. A partir de ahí, la promoción salarial y profesional la haría depender de un sistema donde expertos del área evalúen periódicamente investigación, docencia y transferencia. Para investigación y transferencia seguiría el formato de los sexenios: presentando cada seis años una selección con las contribuciones más relevantes (reitero, bastarían pocas, pero buenas). Y, a nivel docente, una comisión de expertos debería enjuiciar la programación docente (a poder ser con defensa oral), para verificar cómo ha ido actualizándose y la idoneidad de los materiales usados. Además, los departamentos deberían tomarse en serio su labor de fiscalización en relación con el cumplimiento de la programación docente y revisar allí donde se observen resultados distorsionadores o quejas de alumnos.
Capítulo aparte merece la gobernanza universitaria. Cada vez tengo más dudas sobre el actual autogobierno corporativo. Quizá haya que distinguir mejor el escalón de política universitaria, donde debería equilibrarse el peso de órganos que representen a la comunidad universitaria y aquellos con participación de la sociedad; de la gestión, que habría que profesionalizarla encomendándola a directivos públicos no académicos. Precisamente para evitar el académico convertido en burócrata.
Se dirá que este diseño es utópico. Pero es que las utopías deberían cumplir con una función orientadora. Hoy, por el contrario, creo que nos alejamos de este ideal de universidad.
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