¿Unidos en la construcción o en la radicalización?
Si no queremos que la convivencia termine quebrada y no quede otra que levantar un muro entre españoles ante la incapacidad de vivir juntos, es necesario templar la situación política
El año comienza con una noticia política de primer orden: la formación del primer Gobierno de coalición a nivel nacional de nuestra historia reciente. Un gobierno que nace apoyado por una pléyade de partidos, donde cobran particular relevancia Podemos, ERC, PNV e incluso Bildu, que hasta el momento han venido mostrando una dudosa lealtad, cuando no una radical aversión al orden democrático de convivencia que nos dimos en 1978. A pesar de todo lo cual, desde el punto de vista de la legitimidad constitucional ninguna tacha cabe realizar al nuevo Gobierno. Una cosa es que pueda cuestionarse la conveniencia política de ciertas compañías, y otra bien distinta que, mientras que los mismos respeten el juego democrático, han de reputarse socios constitucionalmente legítimos. Tanto que, aunque no se comparta su color político, es una buena noticia que el Parlamento haya sido capaz de investir presidente, evitando así unas terceras elecciones. Ahora bien, el Gobierno que nace es débil y escorado, por lo que le costará impulsar su programa. Cada proyecto legislativo tendrá que ser negociado ampliamente, y esperemos que no caiga en la tentación de sortear la función legislativa del Parlamento con el recurso 'ad nauseam' a los decretos leyes. Su prueba anual de fuego será conseguir la aprobación de la Ley de Presupuestos.
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Más allá, las mayores preocupaciones surgen en lo que se refiere a las reformas estructurales. El pacto con Podemos plantea algunas (educación, justicia...), pero sobre todo los acuerdos con los nacionalistas ponen de manifiesto que han dado su apoyo a condición de negociar la organización territorial del país. Con respecto a estas reformas de calado, se equivocará el Gobierno si trata de sacarlas adelante sin el concurso de la oposición. Nunca más una ley de educación de partido, por ejemplo. O, lo que preocupa más, el Gobierno deberá ser cauto con cualquier intento de reformar la Justicia apoyada por quienes predican que la democracia está por encima del cumplimiento de la Ley. Es cierto que no es legítima la ley que no sea democrática, pero no hay democracia sin respeto a la ley. Por lo que difícilmente aquellos que se han dedicado a erosionar los pilares del Estado democrático de Derecho pueden ahora erigirse en sus reformadores.
En relación con la revisión del Estado autonómico, este se ha visto desbordado en los últimos años por diferentes motivos. De ahí que sea bienvenido salir del inmovilismo actual y dejar de recurrir a la Constitución únicamente como puro dique de contención. Pero no todo vale y resulta fundada la preocupación de que los independentistas puedan aprovechar la debilidad del Gobierno para hacer valer sus postulados sin que se atienda al interés general. Esa es la causa por la que creo que es un error negociar bilateralmente, precisamente con aquellos gobiernos autonómicos menos interesados en la mejora de la cohesión y vertebración territorial y cuya meta es lograr la independencia o, cuando menos, desmantelar el Estado lo más posible. De igual forma, este consenso se debería reconducir vía reforma constitucional sin que puedan justificarse atajos que falseen la misma. Algunas cláusulas de los acuerdos con PNV y ERC deben hacer saltar las alarmas a este respecto. Aprendamos del error del Gobierno de Zapatero (con el concurso de muchos otros partidos, incluido el PP), cuando desbordaron el marco constitucional con los estatutos de autonomía aprobados entonces (no solo el catalán, también el andaluz o el valenciano, entre otros).
Preocupaciones que también se ciernen sobre la oposición a la que hay igualmente que exigirle que sea constructiva. Precisamente lo contrario de los discursos tremendistas vistos en la sesión de investidura. PP y Ciudadanos -que ya debería haber aprendido la lección- deben alejarse del populismo ramplón de Vox. En especial, es un despropósito tratar de criminalizar la política, como pretende Vox al querellarse por traición contra cada movimiento del adversario. Sí que es legítimo que la oposición acuda al Tribunal Constitucional si el Gobierno o la mayoría parlamentaria cruzan los límites constitucionales, pero debe evitarse una lectura patrimonialista de la Constitución que busque convertir al Constitucional en una tercera Cámara donde dilucidar disputas políticas.
Estamos viviendo un momento constitucional que reclama repensar nuestros consensos fundamentales. Desde hace ya más de una década, con la crisis económica de 2008, se han venido advirtiendo profundos cambios en nuestras sociedades a nivel social y político. Mientras tanto, la Constitución de 1978 permanece pétrea y el resto de reformas estructurales, también las infraconstitucionales, siguen bloqueadas. No porque jurídicamente sea imposible, sino porque las fuerzas políticas han sido incapaces de sentarse a dialogar para generar nuevos consensos. La dinámica, de hecho, ha sido la opuesta: radicalizarse. Quemar los puentes y construir nuevamente dos frentes que habían sido superados, al menos para las cuestiones fundamentales, por la Constitución de 1978, que es nuestra casa común. Esta radicalización que impide reformas serenas ha terminado por tensionar aún más el orden constitucional.
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Por ello, si no queremos que la convivencia termine quebrada y no quede otra que levantar un muro entre españoles ante la incapacidad de vivir juntos, es necesario templar la situación política. Prudencia y serenidad. Personalmente creo que las aptitudes y actitudes de los personajes políticos y las nuevas forma de comunicación política no avecinan lo mejor. Mis esperanzas se residencian en que algún partido, de vieja o nueva creación, lidere un proyecto moderado, que sirva de bisagra para sujetar la puerta de los consensos de 1978 al tiempo que facilite las necesarias reformas, atrayendo al centro a quienes hoy se escoran hacia los extremos.
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