El Tribunal Supremo ante la insurgencia en Cataluña

Una vez que se ha restablecido el orden constitucional y que los responsables de los hechos han sido condenados, corresponde actuar a la política

Domingo, 20 de octubre 2019

Escribía H. Kelsen, uno de los juristas más prestigiosos del siglo XX, que una revolución (incluyendo un golpe de Estado) se produce cuando «el orden jurídico de una comunidad es nulificado y substituido en forma ilegítima por un nuevo orden», con independencia de que ese cambio sea violento o no. Y añadía: si ese golpe «tiene éxito, el viejo orden deja de existir y el nuevo empieza a ser eficaz», mientras que si los revolucionarios fracasan, «su empresa ya no es interpretada como un acto jurídico, como acto creador de derecho o como establecimiento de una Constitución, sino como acto ilegal, como crimen de traición». Y precisamente eso fue lo que ocurrió en otoño de 2017 en Cataluña cuando el Gobierno catalán, apoyándose en una exigua mayoría del Parlamento catalán, promovió un intento de golpe de Estado frustrado políticamente gracias a la aplicación del artículo 155 de la Constitución y ahora enjuiciado por el Tribunal Supremo para sustanciar las correspondientes responsabilidades penales.

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En su sentencia, el Tribunal Supremo ha condenado a penas de 9 a 13 años de prisión a los principales líderes del 'procés' por delitos de sedición y malversación, aunque ha descartado el delito de rebelión. Para el Tribunal, el núcleo del reproche penal se centraría en que los condenados habían creado una legalidad paralela para desplazar el ordenamiento constitucional con vistas a celebrar un referéndum ilegal, al tiempo que movilizaron a ciudadanos para que, de forma tumultuaria, obstruyeran el cumplimiento de actuaciones judiciales. A este respecto, la sentencia traza con acierto la distinción entre las libertades de reunión y manifestación, que amparan la legítima protesta, de lo que sería una oposición activa y concertada para impedir el cumplimiento de mandatos judiciales; y rechaza que se pueda invocar un inexistente «derecho a decidir» o un derecho de desobediencia civil para justificar tales actos. Asimismo, resulta convincente la interpretación que realiza del delito de rebelión: el mismo castiga el alzamiento violeto y público con la finalidad de declarar la independencia de una parte del territorio, entre otras. Ahora bien, según el Supremo, ha de tratarse de una violencia instrumental, funcional y dirigida a lograr la secesión, la cual deberá generar un peligro real de que el Estado pueda doblegarse. Sin embargo, al entender de la sentencia, aunque hubo episodios violentos, estos no llegaron a generar ese peligro. La intentona golpista fue desmontada por el Tribunal Constitucional y por el Estado al aplicar el 155 sin mayores resistencias. La proclamación de la República fue, según el Supremo, una «mera ensoñación», un «artificio engañoso» para movilizar a ciudadanos y presionar. En definitiva, se asume que los líderes del 'procés' tensaron la cuerda para forzar una negociación, pero eran conscientes de que no podían lograr la secesión. No obstante, como se ha dicho, a juicio del Supremo, los hechos sí que fueron constitutivos de un delito de sedición que, como explica el Tribunal, viene a castigar cuando se «moviliza a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario que, además, impide la aplicación de las leyes y obstaculiza el cumplimiento de las decisiones judiciales». Se trataría de un tumulto que «pone efectivamente en cuestión el funcionamiento del Estado democrático de Derecho». De ahí la gravedad de las penas, a diferencia de otros delitos como la desobediencia clásica. En particular los hechos vividos el 20 de septiembre, cuando se rodeó multitudinariamente la Consejería que estaba siendo registrada por una comisión judicial, y el 1 de octubre, «estuvieron lejos de [ser] una pacífica y legítima manifestación de protesta» para entrar de lleno en la conducta tipificada como sedición. A ello se añadiría la malversación de caudales al haber destinado fondos públicos a la organización del referéndum ilegal. Los condenados con menos penas lo han sido por los delitos de desobediencia.

Quizá el punto más débil en la motivación de la sentencia se encuentre en el juicio de autoría a la hora de examinar individualizadamente la responsabilidad de los condenados. En mi opinión, la clave de la misma debía estar en la contribución de cada uno a la hora de haber incitado a esa movilización multitudinaria, más que en su participación en la convocatoria del referéndum ilegal o en la aprobación de normas que pretendían derogar el orden constitucional -que el propio Tribunal reconoce que fueron totalmente ineficaces-. Estas últimas cuestiones entroncarían mejor con la desobediencia, toda vez que se adoptaban actos prohibidos por el Constitucional.

Más allá, la sentencia se blinda frente a la eventual impugnación de la misma ante el Tribunal Constitucional y, especialmente, ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ofreciendo una minuciosa motivación en relación con el escrupuloso respeto de las garantías y derechos fundamentales a lo largo de todo el proceso, que la hace difícilmente atacable en este punto. Y abre una ventana de esperanza a los condenados al dejar en manos de la administración penitenciaria, cuyas competencias están asumidas por la Generalidad catalana, la decisión sobre concederles el tercer grado (semilibertad) sin necesidad de que hayan cumplido la mitad de la pena impuesta. Aunque si hubiera algún trato de favor la Fiscalía podría recurrir.

Por último, una vez que se ha restablecido el orden constitucional y que los responsables de la insurgencia han sido condenados, corresponde actuar a la política.

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