¿Qué Tribunal Constitucional?
PRIMERO DE DERECHO ·
Don Manuel García Pelayo respondía a la pregunta con la que titulo este artículo en su discurso como primer presidente del Tribunal en 1980: el ... Tribunal Constitucional, aunque en la base de las controversias que tiene que resolver haya una cuestión política, es un auténtico órgano jurisdiccional, cuya «única razón de ser y de existir» es la defensa de la Constitución, juzgando «con arreglo a criterios y razones jurídicos». Nos encontramos, en definitiva, ante el órgano que viene a coronar el Estado constitucional de Derecho. Y advertía, eso sí, de cómo «el intento de resolver por vía jurisdiccional contiendas que solo por vía política pueden encontrar solución satisfactoria es el medio más seguro para destruir una institución cuya autoridad es la autoridad del Derecho».
Y en esas nos encontramos en la actualidad. Es cierto que es consustancial a la justicia constitucional esa estrecha relación con la política. Y no podemos esconder que en toda democracia han existido relaciones colusorias e intentos de interferencia política en los Tribunales Constitucionales. Recordemos cómo el presidente Suárez trató de colocar a Aurelio Menéndez como primer presidente del Tribunal, si bien se encontró con la oposición de una mayoría de aquellos magistrados originales que tuvieron muy claro que debían preservar su independencia. No ha sido el único caso. También han existido polémicas fracturas (Rumasa, Estatuto catalán...), pero en ellas no hubo una alineación total en bloques identificados con quienes habían nombrado a esos magistrados. ¡Benditos «tránsfugas» cuya independencia de criterio se imponía a lealtades espurias a los partidos!
Porque, conviene subrayarlo ahora, para la pervivencia del Tribunal resulta fundamental preservar su autonomía y la independencia de sus miembros. La colonización partidista del Tribunal Constitucional y su significación como actor político, agravada en los últimos tiempos hasta el paroxismo, puede resultar letal. De hecho, tras las últimas renovaciones, queda la mácula de su alta politización. Por ello, urge preservar su autoridad moral para garantizar un adecuando funcionamiento de nuestra democracia. Y, con este objetivo, me permito formular algunas propuestas.
Lo primero que propondría sería una serie de buenas prácticas que deberían cumplir los partidos a la hora de nombrar nuevos magistrados. Enumero algunas: renunciar a repartirse cuotas «ciegas», para negociar con posibilidad de vetar a los candidatos propuestos; no nombrar a personas que hayan ocupado cargos políticos como mínimo en los cinco años precedentes; elegir a juristas que como mínimo hayan alcanzado el grado más alto en su escalafón profesional (catedrático, magistrado del TS...); e, incluso, podría diseñarse un concurso público y una comisión técnica para evaluar los méritos.
En segundo lugar, el Tribunal debería corregir algunas prácticas nocivas que se han ido extendiendo en estos últimos tiempos. En particular, debe evitarse que el colegio de magistrados se fragmente dividido por afinidades ideológicas, hay que cuidar las filtraciones y los magistrados deberían ser prudentes en su contacto con la prensa.
En tercer lugar, el Tribunal Constitucional tiene que hacer un esfuerzo a la hora de dar respuesta en tiempo y forma a las cuestiones que se le plantean, aunque sean espinosas políticamente. Debe ejercer con autoridad su función como contrapoder.
Y, por último, en estos tiempos de polarización política, nuestro Tribunal también ha de ser especialmente consciente de su importante rol a la hora de preservar la vis integradora de nuestra Constitución. Sobre todo porque el Tribunal tiene temas sensibles sobre la mesa, la mayoría heredados ya desde hace años. El Constitucional anterior, con mayoría de sensibilidad conservadora, eludió resolverlos, evitando imponer una lectura de la Constitución que eran conscientes que habría provocado una ruptura. Seguramente les faltó valor para reconocer la constitucionalidad de estas polémicas leyes, asumiendo que estamos en ámbitos que el constituyente deliberadamente dejó abiertas al legislador democrático.
Pues bien, ahora que hay una mayoría con sensibilidad «progresista» en el Tribunal, esperemos que den ya respuesta a estos temas pendientes, pero que no caigan en la tentación de imponer lecturas que polaricen y achiquen el espacio del debate político. En otras palabras, que se abstengan de identificar la Constitución con un programa alineado con los designios «progresistas» dados por el legislador. Evitemos volver a las Constituciones de partido, tan lejos del espíritu de consenso que caracterizó a la Constitución del 78.
Ojalá que en el actual contexto el Tribunal Constitucional pueda ayudar a serenar un orden institucional y un espacio de debate público cada vez más agriado, que prime la prudencia y que pese más la independencia que simboliza la toga, que los vínculos partidistas.
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