Recientemente, el Gobierno de España, a través de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, ha anunciado la puesta a disposición de una aplicación para teléfonos móviles para alertar de contagios. La misma puede ya descargarse gratuitamente, tras haber pasado una fase de prueba en la isla de la Gomera. Funciona a través de la conexión Bluetooth y, de forma anónima, detecta a otros terminales que están próximos durante al menos 15 minutos o a unos dos metros de distancia. Esa información se guarda anónimamente y si en un plazo determinado alguno de los contactos diera positivo de Covid-19, este podría dar su consentimiento para que se enviara entonces una notificación a todos los que hubieran estado en contacto con él.
Se trata de un instrumento que, si finalmente es usado por una mayoría de la ciudadanía, puede resultar útil para detectar y alertar a personas potencialmente contagiadas, facilitando así la labor de los rastreos manuales. Como es sabido, una de las claves para frenar la pandemia es la detección temprana de focos de contagio para aislarlos y contener así su difusión. De ahí que, a priori, debamos felicitarnos de este anuncio que parece que va en la buena dirección.
Ahora bien, por el momento, su operatividad depende de que las autoridades sanitarias autonómicas decidan si quieren integrar la aplicación conectándola con sus sistemas sanitarios. Del mismo modo, la Comisión Europea todavía está trabajando para ver cómo garantizar la interoperabilidad de las aplicaciones que están desarrollando los distintos países. Así las cosas, y sin poder entrar a valorar las dificultades tecnológicas que puedan existir al ser algo que escapa de mi conocimiento, no deja de causar una cierta perplejidad que el despliegue de esta aplicación de evidente relevancia para la salud pública dependa del voluntarismo autonómico y de la propia ciudadanía.
En relación con lo primero, por mucho que las comunidades autónomas tengan asumidas las competencias en materia de sanidad, el Ministerio de Sanidad, previo acuerdo del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, podría imponer como actuación coordinada que los sistemas sanitarios autonómicos usen la aplicación. Siquiera la hipótesis de que una comunidad pueda ir por libre, parece disparatada e inasumible en una situación como la actual. La misma lógica se proyecta a nivel europeo, donde la Comisión debe ser especialmente celosa para evitar incompatibilidades en el cruce de fronteras que el virus no conoce. No quiero decir que el modelo tenga que ser totalmente centralizado, pero al menos sí que hay que salvaguardar la interoperabilidad que permita integrar aplicaciones distintas, coordinarse e intercambiar la información necesaria. De hecho, este creo que es uno de los retos a los que se enfrenta la digitalización de nuestras administraciones en sus distintos niveles. Por ejemplo, no se comprende que los hospitales españoles, e incluso europeos, no estén conectados para dar acceso a los historiales clínicos completos de un paciente.
Asimismo, también llama la atención que se haya configurado como una aplicación de uso voluntario por los ciudadanos. Si su eficacia depende de su uso generalizado, ¿por qué no imponer un deber legal de que en todo móvil que disponga de esa tecnología deba instalarse la misma y de que, una vez conocido el contagio, se comunique anónimamente a todos los contactos? El Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, ya reconoce la Covid-19 como una enfermedad de declaración obligatoria urgente y se impone a todos centros públicos y privados la obligación de facilitar a las autoridades de salud pública los datos necesarios para el seguimiento y vigilancia epidemiológica. Sería cuestión de ampliar estos deberes a los propios ciudadanos, para lo cual se podría haber tramitado por vía de urgencia la correspondiente ley. Algo que además habría facilitado que se hubiera dado un debate parlamentario sobre la cuestión, como ha ocurrido en otros países.
La imposición de este deber no creo que resultara desproporcionada ya que, según nos dicen, la aplicación garantiza en todo momento el anonimato, de tal forma que no se verían comprometidos datos personales al no poder identificarse a las personas.
En todo caso, como reflexión final podemos destacar cómo el mundo actual nos exige estar atentos para lograr un necesario equilibrio entre las exigencias de seguridad –en este caso de salud pública– y la garantía de la libertad. Las tecnologías abren hoy grandes posibilidades, pero también riesgos que exigen debates sociales, con indudable dimensión ética y también jurídica. La dirección del progreso nos la deben dar nuestros valores, que reconocemos como sociedad y plasmamos jurídicamente, y no las posibilidades tecnológicas.