Presupuestos democráticos

PRIMERO DE DERECHO ·

Domingo, 8 de agosto 2021, 08:29

En 1978, con la aprobación de la Constitución española, nuestro país pasó a integrarse en el selecto club de los Estados democráticos. Aquella democracia que ... entonces nacía tímidamente logró el desmantelamiento de las estructuras jurídico-institucionales del franquismo; superó las amenazas que todavía se ceñían, en especial el ruido de sables y la lacra del terrorismo; y consiguió suturar heridas del pasado. Hoy día, podemos congratularnos de que nuestro país sea una democracia plena, tal y como reconocen los principales estudios. Pero pleno no quiere decir perfecto. De hecho, me preocupa observar cómo en los últimos años se ha ido deteriorando nuestra convivencia democrática.

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A este respecto, para valorar la calidad de una democracia creo que se deben considerar tres presupuestos fundamentales: el primero, indudablemente, de índole jurídica. Toda democracia exige un marco jurídico adecuado, que prevea unas instituciones democráticas que canalicen la voluntad popular hasta convertirla en ley y que legitimen a las distintas instancias de gobierno; con un adecuado juego de pesos y contrapesos institucionales, que hagan valer la supremacía de la Constitución y la sujeción del poder al Derecho; y con la garantía de unos derechos y libertades fundamentales de las personas. Ahora bien, la previsión normativa de todo ello es imprescindible, pero no suficiente. De ahí que haya que reconocer un segundo presupuesto de todo orden democrático: que exista una cultura democrática sin la cual quedaría vacío el marco jurídico. El buen funcionamiento democrático exige un compromiso que va más allá de reglas jurídicas por parte de la ciudadanía y, muy especialmente, de aquellos actores cualificados que, por su posición política o institucional, rigen el día a día del país. Son aptitudes que difícilmente pueden concretarse en normas pero que se sintetizan en el ideal de sentido institucional y en la vocación para situar el interés general por encima de intereses particulares. Y, en tercer lugar, cualquier orden democrático presupone una mínima cohesión económica de la sociedad. Allí donde hay grandes desigualdades económicas y donde amplios sectores de la población no tienen cubiertas sus necesidades vitales básicas, se hace difícil establecer un orden político democrático. No podemos hablar de libertad política si hay opresión económica.

Pues bien, observando estos tres presupuestos podemos hacernos una idea del estado de nuestra democracia en la actualidad y de los desafíos a los que nos enfrentamos. Así, considero que el pilar jurídico, y en particular la Constitución del 1978, ha mostrado su solidez a lo largo de los años. También se ha desvelado alguna insuficiencia y ha habido cuestiones, entre las que destaca la ordenación territorial, que quedaron abiertas entonces y que hoy convendría cerrar. Existen muy buenos trabajos sobre la reforma constitucional y, durante los últimos años, ha habido propuestas académicas y políticas de signo regeneracionista que podría ser interesante recuperar. No obstante, no creo que ninguna de estas reformas resulte imprescindible y, sobre todo, como he señalado, cualquier reforma jurídica quedará vacía si no se acompaña de un debido compromiso político. Y es aquí donde aprecio el mayor deterioro.

En el 78 la Constitución fue un hito, la punta del iceberg de un concierto social y político para erigir una auténtica democracia. Algo que exigió renuncias y poner coto al enfrentamiento partidista. Hubo importantes compromisos políticos transversales, que reunieron desde la derecha de Alianza Popular y UCD a los partidos comunistas y socialistas, y a un sector del nacionalismo, precisamente para alcanzar ese fin último. Fue el conocido como el consenso constituyente, que se extendió a muy diversos ámbitos, también al económico. Recordemos la importancia de los Pactos de la Moncloa. Un espíritu que se ha ido perdiendo. La nueva clase política o bien impugna radicalmente ese espíritu y los compromisos fundacionales, o bien recurre al mismo como un mantra para justificar el inmovilismo. Y, lo que es evidente, es la incapacidad para forjar consensos fundamentales para la convivencia democrática. Se impone la lógica de partido, los regates cortos. Algo que nos aboca al bloqueo. El mejor ejemplo sea, quizá, la incapacidad para renovar los órganos constitucionales, como el Tribunal Constitucional. Algo inaceptable.

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Por último, aunque a nivel económico hemos alcanzado unas cotas de bienestar únicas, las sucesivas crisis económicas han mellado la cohesión y cada vez es más evidente la brecha generacional y también la necesidad de una mejor vertebración territorial.

Unos desafíos que deberían preocuparnos y ocuparnos si no queremos perder la posición privilegiada que heredamos de nuestros abuelos.

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