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Cómo mueren las democracias

Primero de Derecho ·

Domingo, 31 de mayo 2020, 03:21

En un popular libro, Levitsky y Ziblatt han estudiado cómo mueren las democracias, concluyendo que hoy día estas no caen por una revolución o un golpe militar, sino por su progresiva degeneración. Determinadas prácticas van erosionando, como la lluvia fina, el funcionamiento de las instituciones, el sistema judicial y las garantías jurídicas, el pluralismo y hasta el lenguaje político se va envileciendo. Todo lo cual genera el caldo de cultivo que puede terminar dando la victoria (aún democrática) a populismos o a partidos de corte autoritario.

En España nuestros abuelos supieron construir un régimen democrático que sitúa a nuestro país como una «democracia plena» de acuerdo con los principales 'rankings' internacionales. El mérito de esta construcción es aún mayor si tenemos en cuenta cómo supieron superar rencillas para unirse en el 'espíritu de la transición' que les permitió reconciliarse y consensuar un marco para la convivencia pacífica. Hubo sombras, pero los logros son evidentes: sentaron unos valores y principios compartidos, al tiempo que abrazaron el pluralismo. Ya no había españoles buenos y malos, por muy grandes que fueran las distancias ideológicas. Y ante los grandes retos, como los económicos en un primer lugar o la descentralización algún año después, se cerraron grandes pactos. Asimismo, se trató de poner a profesionales capaces al frente de los principales órganos constitucionales, evitando cuotas partidistas.

Este espíritu, sin embargo, se fue perdiendo y la práctica política cotidiana ha ido degenerando. Llevamos años denunciando la partitocracia y las malas prácticas del bipardismo, las cuales no se han visto cambiadas por los nuevos partidos. La hostilidad ha desplazado cualquier ideal consensual y, más allá, vemos cómo se ha perdido el más mínimo pudor político e incluso el respeto al Derecho, como forma que preserva una sustancia. Todo vale en una absoluta frivolidad donde lo único importante es alcanzar y mantenerse en el poder: se buscan perfiles dóciles cuando no directamente sectarios en instituciones que tendrían que disfrutar de independencia y autonomía; la publicidad institucional se convierte en una forma de propaganda gubernamental; la descalificación es la norma en los debates parlamentarios; las garantías constitucionales y las instituciones se empiezan a presentar como un estorbo, y la democracia dice encontrarse en las 'calles', con las que conecta directamente el líder. Este último fue uno de los tópicos del 15-M y del independentismo, y lo ha recuperado Vox. Pero, como comentaba recientemente un colega: «Ni Vox son 'España', ni Podemos 'la gente', ni los independentistas 'el pueblo catalán'». Es cierto que PP y PSOE tampoco se han resistido a subirse a olas populares. Incluso, se observa cómo algunos partidos pretenden apropiarse de la verdad y del bien, coto privado de su ideología que defienden frente el enemigo schmittiano al que hay que expulsar.

Llegué a pensar, ingenuamente, que la actual crisis podía ofrecer la oportunidad de reunirnos a los españoles en una causa común, la lucha contra el virus y la reconstrucción nacional. Pero parece que llevamos demasiado tiempo polarizando y politizando todo y ahora es difícil encontrar quien tienda puentes. Al contrario, los partidos están dejándonos ejemplos poco edificantes desde el prisma democrático. A pesar de lo cual, tampoco creo que debamos caer en adjetivos gruesos. Ni el Gobierno camina hacia una dictadura constitucional, ni toda la oposición está echada al monte. Y, lo que está claro, es que nuestra Constitución no reconoce otra legitimidad distinta a la expresada en las correspondientes elecciones, por lo que los clamores populares son irrelevantes; ni apodera a autoridad alguna a dar un golpe encima de la mesa. Y por muy nefasta que pueda reputarse la gestión gubernamental, las querellas solo llevan a judicializar la política, entrometiendo a los jueces en temas que deben resolverse con criterios políticos, no jurídicos.

Nuestra democracia he dicho que es 'plena' pero quizá inmadura. Y si no queremos que esa inmadurez termine minando la plenitud democrática que hemos heredado, todos debemos comprometernos. No solo los políticos, sino también académicos, periodistas y cualquier ciudadano. Recurro a Kelsen: una democracia no se sostiene sin una educación para la democracia. Solo con el cultivo de esa cultura democrática se podrá prevenir que se enseñoreen «la estupidez y la crueldad», que no termine por ser vano cualquier «intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita» que acaba con una democracia parlamentaria, como escribió Chávez Nogales en 1937. Lean su inigualable prólogo en 'A sangre y fuego' (con ponerlo en Google les aparece).

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