El privilegio de ser universitario
¿Somos unos privilegiados los profesores de universidad? Mi respuesta ya adelanto que es que sí, aunque no por las razones que suelen aducirse. Especialmente, ... no creo que lo seamos por nuestras condiciones salariales o laborales.
La carrera académica probablemente sea una de las más precarias en el sector público nacional, junto con los médicos. En la universidad, lo normal hoy día es que se esté más cerca de los cuarenta que de los treinta para alcanzar los primeros puestos estables, habiendo tenido que concatenar becas y contratillos durante años, mientras se pasa por un tortuoso sistema de acreditaciones y de concursos públicos más o menos trucados. Amén de que los sueldos en la universidad están bastante por debajo de lo que se cobra en cualquier otra alta función pública. La consecuencia es que, en la actualidad, solo un Quijote (que, además, necesitará sustento familiar) puede atreverse a emprender la carrera académica.
De igual manera, aunque es cierto que los académicos disfrutamos de una gran flexibilidad laboral que nos permite, salvo las horas de clase, decidir cuándo y dónde trabajamos, lejos queda aquella creencia casi mitológica de los tres meses de vacaciones y del profesor que se pone a trabajar a media mañana y termina cuando llega la hora del vermú. Cuestión distinta es que se denuncie la ausencia de un control efectivo sobre el cumplimiento de nuestras funciones (algo de lo que algunos se aprovechan) y que no haya unos incentivos bien diseñados (salvo los sexenios de investigación) para premiar a quien trabaja de verdad.
Entonces, ¿por qué somos unos privilegiados? Pues, como decía una catedrática de nuestra universidad, porque «nos pagan por pensar». Y la verdad es que poder dedicarse a estudiar aquello por lo que uno siente curiosidad, para luego reflexionar buscando respuestas, y terminar compartiéndolo con alumnos, compañeros y con la sociedad, es un auténtico privilegio.
Por ello, los universitarios somos conscientes de que somos unos afortunados (lo que nos lleva a asumir, con cierta resignación, que la nuestra es una profesión vocacional). También nuestros estudiantes tendrían que sentirse privilegiados por la oportunidad que les brinda la sociedad de crecer intelectual y vitalmente (sobre todo porque los alumnos pagan como mucho el 20% del coste de su formación). Y la propia sociedad ha de saber que este esfuerzo merece la pena. Porque la base del progreso de nuestra civilización ha sido precisamente la confianza en el conocimiento que, en buena medida, se ha generado en el ecosistema universitario.
Sin embargo, me preocupa que se esté deteriorando ese 'ser' universitario. Y me preocupa especialmente que estemos siendo los propios académicos los cómplices, cuando no los promotores de esa degradación.
En primer lugar, hemos dejado que penetren en la universidad dos lógicas francamente nocivas: por un lado, la lógica mercantilista de la productividad y de la búsqueda de rendimientos inmediatos. Se prima así la cantidad a la calidad, el estudio de cosas actuales y quizá perecederas a otras más profundas. Frente a ello, como predica un reciente ensayo, 'The Slow Professor', deberíamos desafiar la cultura de la rapidez. Disfrutemos de nuestro privilegio: dedicar tiempo al estudio pausado y a la reflexión, a la conversación con nuestros alumnos y colegas. Además, por otro lado, han colonizado la universidad ciertas lógicas pedagógicas que degradan los conocimientos e invitan a convertir la enseñanza en un juego dulcificado, cuando lo que habría es que reivindicar la pasión por aprender, aunque cueste. Que, como señalaba un compañero, la universidad sea una experiencia de madurez intelectual y personal.
En segundo lugar, hemos creado un entramado de cargos y tareas burocráticas que nos distraen a los profesores de nuestras funciones académicas, investigar y dar clases. Tanto es así que se ha terminado encargando la docencia a 'extraños', abusando de la figura de los asociados.
Y, en tercer lugar, hemos convertido la universidad en una formación profesional, tanto por el tipo de estudios que ofrecemos como por la forma como los impartimos. Se han multiplicado los títulos académicos y se les ha dado una orientación profesionalizante, en lugar de reconocer que solo ciertos saberes intelectuales deberían impartirse en sede universitaria y que nuestras enseñanzas deben aspirar a algo más que a formar profesionales.
En definitiva, quizá deberíamos recuperar algo de aquella idea nutricia de la universidad que ya proclamaran las 'Partidas' de Alfonso X: un «ayuntamiento de maestros y escolares» que se reúnen con voluntad de «aprender los saberes».
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