Exilio regio
No se trata de una «huida», como algunos han tratado de calificarla, ni tiene por qué dificultar la acción de la Justicia
El Rey emérito, Don Juan Carlos, ha hecho pública su decisión de trasladarse al extranjero, en la esperanza de que su expatriación sirva como cortafuegos ante la opinión pública española para evitar que la censura a sus actos pueda extenderse a la Corona, comprometiendo el reinado de su hijo Felipe VI. No se trata de una «huida», como algunos han tratado de calificarla, ni tiene por qué dificultar la acción de la Justicia ya que, como sus propios abogados han manifestado, seguirá a disposición de la misma. Es un exilio autoimpuesto, seguramente pactado con el Rey y el Gobierno, cargado de profundo simbolismo en la lógica dinástica.
La Monarquía, como forma de la Jefatura del Estado, es un vestigio histórico que ha permanecido en el constitucionalismo, precisamente por haber sabido adaptarse a las exigencias de un Estado democrático. Hoy día, no cabe duda, monarquía y democracia son plenamente compatibles. De hecho, en un sistema parlamentario como el nuestro, más allá de su simbolismo histórico, encontramos importantes ventajas prácticas en que la jefatura del Estado se atribuya a un rey, que se sitúa al margen -por encima- del escenario político partidista, tendente a generar facciones enfrentadas, para forjar en torno a su figura ese ideal de integración de la comunidad y de permanencia del propio Estado. El Rey, y por extensión la Familia Real, se erigen en un referente institucional, pero también moral de la sociedad. Por ello, su ejemplaridad, pública y privada, adquieren una particular importancia. Mientras que las disputas familiares de un presidente del Gobierno pasan inadvertidas, cuando se producen en la Familia Real pueden adquirir dimensión de Estado. Y, sobre todo, aunque la legitimidad de la Corona penda especialmente del correcto ejercicio por parte del monarca de sus funciones constitucionales en su quehacer diario, al final la razón primigenia de su posición nace, no de una elección o de una oposición pública, sino de una herencia a la cual, en cierto modo, queda vinculado.
De ahí, como se ha dicho, la importancia simbólica de la expatriación de Don Juan Carlos. El destierro, históricamente, ha sido una de las más graves penas que se podía imponer. Desde el punto de vista jurídico, ya no se trata de una pena y habrá que esperar al correspondiente juicio para ver si los actos de Don Juan Carlos merecen reproche alguno desde esta perspectiva. Lo que no cabe duda es que, dinásticamente, su exilio evidencia la ruptura final de aquel vínculo hereditario con el Rey Felipe VI. No se trata de un repudio absoluto del legado de su padre, en el cual hay que inventariar importantes logros pero también, como estamos viendo, lamentables acontecimientos. Entre los logros sería ingrato olvidar cómo Don Juan Carlos pilotó la transición reuniendo a «todos los españoles» en un ilusionante proyecto democrático y, durante su reinado, supo desarrollar con corrección su alta magistratura como rey constitucional, sirviendo a la consolidación democrática.
Por el contrario, decepciona que en otros ámbitos, como se está pudiendo comprobar, no haya estado a la altura y no haya sabido desprenderse de usos que, aún explicables en monarquías de otro tiempo, no son admisibles en una sociedad democrática moderna. Lo está pagando: institucionalmente, con su abdicación, la cual, además, ha abierto la puerta a que pueda ser enjuiciado penalmente, y, en cuanto a su posición regia, habiendo sido retirado de toda actividad pública y ahora obligado al destierro. Felipe VI, por su parte, en el turbulento reinado que le ha tocado vivir, ha dado muestras sobresalientes de su buen hacer y compromiso como jefe del Estado. Además, sabedor del pecado original que pesaba sobre él, ha hecho de la integridad pública su bandera, no sólo retórica sino con medidas efectivas. Entre otras, ha aprobado una normativa sobre regalos, ha auditado las cuentas de la Casa Real y ha alejado de la Familia Real a todo miembro que hubiera dado muestras de no haber actuado con rectitud.
Por todo ello, no deja de sorprenderme la bajeza oportunista de quienes aprovechan esta situación de crisis para tratar de proyectar demagógicamente la imagen de que el «régimen del 78» está corrompido y debe ser superado. Postulan abiertamente el cambio a una «república solidaria y plurinacional», supongo que siguiendo el modelo de regímenes que ellos mismos ayudaron a levantar «con el fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural», como proclama la Constitución venezolana de Chávez, o, quizá, para «construir colectivamente el Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario», como el que define la de Bolivia.
Por mi parte, no puedo esconder mi preferencia por el quizá más sobrio empeño que fijaron los constituyentes de 1978 por consolidar un Estado social y democrático de Derecho que, como muchos de nuestros vecinos europeos, encuentra en la monarquía parlamentaria una excelente forma de organizar el sistema político, y que, además, nació de la reconciliación, del espíritu de tolerancia y diálogo.