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La España autonómica

PRIMERO DE DERECHO ·

No podemos entrar al juego de ver quién tiene la identidad más grande, que tanto gusta a los nacionalistas

Domingo, 8 de marzo 2020, 10:23

España es una nación política vieja, con una lengua franca forjada a lo largo de siglos, pero variopinta territorialmente y con una rica diversidad cultural. Además, la complejidad de la sociedad actual justifica que existan distintos niveles de gobierno: algunas decisiones es lógico que las adopte la Unión Europea, otras a nivel nacional, y otras han de ser decisiones autonómicas o locales.

Esta realidad se plasmó en la Constitución de 1978 que previó un marco que, después de cuatro décadas, ha dado lugar a lo que hoy conocemos como el Estado autonómico. Lo cierto es que el constituyente del 78 no tenía muy clara cuál sería la estación de término. Incluso el mapa final con 17 comunidades autónomas, aunque en cierto modo había sido esbozado con las preautonomías en el 1977, no está fijado constitucionalmente. La Constitución se limitó así a establecer unos principios básicos y ciertas normas que prácticamente eran derecho transitorio sobre cómo constituir las autonomías. En particular, la ordenación territorial de España se articuló sobre tres pilares recogidos en el art. 2 de la CE: unidad de la nación, con ciertas competencias reservadas al Estado –art. 149–; compatible con el reconocimiento de la autonomía de ciertos territorios, que han podido dotarse de instituciones propias para desarrollar las competencias que han asumido; y el deber de solidaridad entre los distintos territorios. La concreción de todo ello quedaba en buena medida «desconstitucionalizada», de forma que su desarrollo ha necesitado de acuerdos políticos plasmados fundamentalmente en los Estatutos de autonomía, como norma básica de cada Comunidad.

Así las cosas, los primeros Estatutos autonómicos fueron aprobados entre 1979 y 1983, los cuales han ido evolucionando. Se han transferido más competencias a las comunidades, que además se han dotado de un cada vez mayor orden institucional y administrativo. Se adaptó el sistema de financiación autonómica y se fue adecuando la legislación estatal a la realidad autonómica. Y, para dar un cierto orden a este proceso, se produjeron dos grandes pactos autonómicos: los primeros en 1981 entre el Gobierno de UCD y el PSOE, y en 1992 los segundos, entre PSOE y PP. Pero fue en 2004, auspiciado por el Gobierno Zapatero tras un intento fallido de reformar la Constitución, cuando se iniciaron una serie de reformas estatutarias, en muchos casos apoyadas por el Partido Popular, que llevaron el proceso autonómico a sus límites. Y Cataluña desbordó el vaso. Lo que vino después lo conocemos.

Más allá de lo más recientes conflictos, el resultado de este proceso es que España ha transitado de ser un país centralizado a uno de los más descentralizados, incluso si lo comparamos con Estados federales de nuestro entorno. Son notables los éxitos, pero también hay problemas estructurales, uno de los más graves, a mi entender, ha sido la falta de perspectiva de Estado en su desarrollo. Hasta el momento, los partidos que han gobernado España, con el plácet del Tribunal Constitucional, han ido dando más poder a las comunidades autónomas, asumiendo el mantra de la bondad de la descentralización. Quizá con algún matiz durante la crisis económica, cuando se apreció algún intento de contener esta tendencia. Además, los partidos nacionalistas hegemónicos han tenido un proyecto claro de ir 'sacando' al Estado de sus territorios. La consecuencia es que se ha descuidado la necesidad de garantizar elementos de cohesión, de mantener centralizadas ciertas competencias para evitar discriminaciones o fronteras innecesarias y de consolidar mecanismos eficaces de cooperación y coordinación interterritorial.

Así, sin desmerecer los indudables elementos positivos del proceso autonómico, urge su reforma para corregir algunas disfunciones: la financiación autonómica requiere una revisión, debe rediseñarse el Senado, hay que corregir duplicidades y repensar la distribución de competencias, entre otras. Pero hay que hacerlo con sentido de Estado, con visión de conjunto y discutiendo racionalmente la mejor forma de vertebrar territorialmente nuestro país y cohesionar su territorio. Sin caer en las trampas identitarias: no podemos entrar al juego de ver quién tiene la identidad más grande, que tanto gusta a los nacionalistas de uno y otro signo. Y, como ha advertido Juan Claudio de Ramón, cuidado con dar por bueno el plan B de los independentistas: ya que no nos hemos podido ir de España, al menos vamos a echarla de Cataluña. Porque descentralizar 'puede' ser bueno, si se hace con tiento, pero desmantelar el Estado es un suicidio. En definitiva, huyamos del 'tono' y las 'formas' vistas en la mesa de diálogo recientemente constituida y apostemos por una reforma sensata.

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