La Constitución cumple cuarenta y dos años en un momento complejo, por no decir turbulento. Esta pandemia no solo ha causado una crisis sanitaria sin precedentes recientes, sino que ha malherido nuestra economía y ha removido nuestros cimientos institucionales. En este contexto, preocupa que en lugar de acometer una labor conjunta y políticamente transversal de reconstrucción nacional y de fortalecimiento institucional, se abra la puerta a un proceso de deconstrucción constitucional, en definitiva, de erosión de nuestra democracia. Una preocupación a la que se le pone cara cuando, si hemos de creer al vicepresidente Pablo Iglesias, se celebra la incorporación en la «dirección política del Estado» a determinadas fuerzas políticas cuyo objetivo declarado es «tumbar definitivamente el régimen» del 78.
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La hoja de ruta de estas fuerzas y sus apoyos mediáticos e intelectuales es clara: en primer lugar, deslegitimar la Transición, aduciendo un pretendido «pecado original» en la elaboración de la Constitución –fue un 'trágala' condescendiente con la dictadura–, con el fin de generar desafecto hacia la misma especialmente entre las generaciones más jóvenes. Todo proceso constituyente está plagado de imperfecciones y de condicionantes. Hay tiranteces y grises. Pero lo que nadie puede desconocer es que nuestra Constitución nació en un Parlamento elegido en unas elecciones libres, a las que concurrieron una pléyade de partidos políticos sin restricciones al pluralismo. El pueblo español se pronunció en ellas prefiriendo partidos de corte moderado (UCD y PSOE) y luego en referéndum. La historia podría haber sido distinta: ¿qué hubiera ocurrido si en aquellas elecciones de junio de 1977 el Partido Comunista o Fuerza Nueva hubieran tenido un apoyo mayoritario? Se impuso la moderación y, con ella, el consenso. Partidos en las antípodas ideológicas pudieron converger precisamente porque estaban comprometidos con un ideal común: construir una democracia plena. Y lo lograron. Por ello, bienvenido sea mitificar aquel momento que permitió erigir un Estado social y democrático de Derecho a la altura de las mejores democracias del mundo.
En segundo lugar, en el afán por 'deconstruir' el régimen 78 se van adoptando medidas que poco a poco erosionan nuestro orden democrático: se colonizan partidistamente órganos que deberían ser independientes –desde el Consejo General del Poder Judicial a los medios de comunicación públicos–; se gobierna de espaldas al Parlamento, que queda como un mero gallinero, y se polariza el debate político; no hay una mínima lealtad institucional imprescindible en un orden descentralizado... Además, se trata de imputar al diseño constitucional defectos que, en realidad, traen causa o dependen de prácticas políticas. Por supuesto que hay cosas que mejorar en la Constitución, pero podríamos tener la mejor Constitución imaginable que, si quienes la actúan quieren pervertirla al final, encontrarán el modo de hacerlo. De ahí que más que culpar a la Constitución, haya que reivindicar una mejor cultura democrática.
Y, en tercer lugar, se trata de extender la idea de que la Constitución es un pacto «blindado». Todo quedó «atado y bien atado» y el pueblo enmudece entre correajes jurídicos. Cierto es que la Constitución, al ser la norma fundamental, cuenta con un procedimiento de reforma rígido, especialmente gravoso. Pero el mismo, lejos de ser un bozal para la democracia, es una garantía de la misma. Democracia no es votar blanco o negro, no son 'tsunamis' callejeros; democracia es deliberación, es adopción de decisiones por la mayoría pero con respeto también a las minorías, es ser capaces de forjar consensos en lo fundamental. Y todo ello se salvaguarda a través del rígido proceso de reforma constitucional. Quienes impugnan el modelo buscarán la forma de eludirlo. Intuyo que les gustaría jugársela en un plebiscito con el que polarizar a la población sobre un tema sensible (quizá, un referéndum consultivo sobre la independencia o sobre la monarquía) o, si la crisis social se agravara, movilizando a sectores de la población en las calles para que manifestaran su desafecto. Si son más finos, tratarán de reformar el procedimiento de reforma constitucional para flexibilizarlo plebiscitariamente apelando al mantra de hacerlo «más democrático» –en mi opinión, menos–.
Pues bien, este intento de deconstrucción encuentra un fuerte aliado cuando aquellos partidos que se dicen «fieles» a la Constitución les siguen el juego adoptando políticas populistas o bloqueando las instituciones. Ser constitucionalista no es una medalla que uno se autoimpone, sino que exige una práctica auténticamente comprometida con el espíritu constitucional. Anteponer cuando sea necesario el sentido institucional a los intereses de partido y a la lógica de lucha por el poder. Algo de lo que hoy día estamos huérfanos. Este proceso de deconstrucción solo se parará si hay un cambio de rumbo político y se apuesta por un proyecto auténticamente reformista y regeneracionista.
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