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Afrontar una sentencia

PRIMERO DE DERECHO ·

Los jueces no están para hacer el bien. Están para interpretar y aplicar la ley, nos guste más o menos

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Domingo, 6 de septiembre 2020, 08:46

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Me preguntaba hoy un antiguo alumno si, a la vista de la sentencia sobre el Pazo de Meirás, creía yo que la sentencia decía lo que decía porque se trataba de lo que se trataba. Eso difícilmente puedo saberlo, pero sí creo que la sentencia es como es, por ser de lo que es.

Desconozco cual será la carga de trabajo de los tribunales de La Coruña, o el concreto trabajo de la concreta magistrada, pero, hasta donde yo conozco, que un juzgado de primera instancia dicte una sentencia de casi cuatrocientas páginas no es lo normal (aunque doscientas sesenta y cinco sean los antecedentes de hecho, en su mayoría transcripciones de documentos previos). Desde luego, sería deseable que nuestros jueces tuvieran tiempo y medios para agotar cuanto hubiera de resolverse de cada litigio. Pero ni ese tiempo ni esos medios son, por desgracia, lo normal.

Que la sentencia me parezca anormal no implica que sea mejor o peor, o que yo comparta más o menos sus pronunciamientos. Técnicamente, hay interpretaciones jurídicas que me parecen discutibles. Pero no solo merecería la resolución mejor discusión que esta columna, sino que, no siendo aún una resolución firme, discutirla así y ahora acaso contribuiría, precisamente, a mantener la anormalidad de este tipo de resoluciones.

Porque, a salvo de circunstancias personales que desconozco, me atrevo a suponer que la anormalidad de esta sentencia, como muchas otras, no necesita explicarse con la simpatía o antipatía del juzgador hacia las partes, sino con la certeza absoluta de que va a sufrir un escrutinio público general, y no siempre escrupuloso. No creo que tampoco sea algo reprochable: cualquiera cambia algo si se sabe que va a ser revisado por alguien, y mucho si lo va a revisar toda la sociedad.

Pero hemos convertido en un problema lo que estuvo llamado a ser una solución. El escrutinio público no debía ser malo. Tenía que ser una garantía. Una forma de intentar despejar las oscuridades que pueden empujar la justicia hacia un camino distinto del de la ley, alumbrados por una información abierta a todos –como ocurre con esta sentencia–. Pero no es así. No solo porque 'nadie' va a leer la sentencia entera, o porque los que la resuman lo harán de forma tendenciosa. El problema es que, como sociedad, puede que estemos equivocados con lo que esperamos de una sentencia, que no sepamos cuando deberíamos sentirnos satisfechos con las mismas.

Puede que sea inevitable el esperar que una sentencia 'haga justicia'. O, dicho de otra forma, que reponga el bien, donde alguien hizo un mal. Pero la realidad pocas veces es tan sencilla, y en lo jurídico lo es aún menos. Las sentencias, los jueces, no están para hacer el bien. Están para interpretar y aplicar la ley, nos guste más o menos. Las leyes ni siquiera pueden permitirse en demasiados casos intentar hacer la mayor justicia, sino solo escoger la injusticia menor. Porque, a veces, una ley que permita la injusticia en un caso concreto, es la que puede garantizar una sociedad más libre, más segura, mejor. Las mismas garantías que nos defienden, cada día, frente a posibles abusos son las que, algunos pocos días, permiten a algún criminal evitar su condena por 'motivos formales' (y bendita sea esa formalidad).

Y, sobre todo y ante todo, por encima de todo lo demás: si alguna ley fuera indeseable, vivimos en una excepción histórica, un periodo muy extraño de libertad, en el que la sociedad tiene más fuerza de la que nunca ha tenido para poder intentar cambiarla. Pero, mientras no se cambie, deberíamos luchar porque se aplicara. Sin importar cual sea el efecto, pues siempre será el conservar el imperio de la ley. Esa es la victoria, y no creer haber ganado porque haya perdido alguien peor.

Y así llegamos a un experimento mental, con el que confrontarse a uno mismo: imaginen una hipótesis –no tiene por qué ser real, pues hay muchos matices en la realidad– en la que la ley dispusiera que cualquiera que obtuviera ilícitamente un inmueble –ya fuera un ocupa o un dictador–, y luego actuara como su propietario durante treinta años, se convertirá entonces en su auténtico propietario. Aunque puedan aborrecer al dictador o al ocupa –o a los dos–, si una sentencia declarara que son tales propietarios, ¿se alegrarían porque ha triunfado el Estado de derecho o preferirían que el juez, para hacer 'el bien', hubiera forzado la ley para desalojar al ocupa o al dictador –o sus familias–? Para ustedes queda.

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