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¿Presencialidad o no presencialidad?

ANTONIO DE PRO BUENO

Domingo, 11 de octubre 2020, 14:40

Al irrumpir la pandemia en nuestras vidas, el profesorado de las escuelas y de los institutos –sin alzar la voz y sin buscar protagonismo– realizó un esfuerzo inimaginable para adaptar, de la noche a la mañana, todo un sistema educativo presencial a uno no presencial. Esto solo se consigue con buenos profesionales, comprometidos con la labor que realizan, que no 'miran el horario' cuando trabajan y que les guía un interés tan noble como crear oportunidades de aprendizaje para que su alumnado pueda seguir aprendiendo. Por ello, quiero que mis primeras palabras sean de reconocimiento y agradecimiento a nuestros docentes.

Sin duda, la Covid ha trastocado nuestra forma de vivir y, en una situación tan complicada, se han tomado decisiones (el tiempo dirá si más o menos acertadas) buscando un bien mayor: salvar vidas. Desde luego, gracias al esfuerzo del profesorado, podemos decir que, en estos momentos, el lugar más seguro para el alumnado de los niveles no universitarios es, desde una perspectiva sanitaria, el centro educativo donde estudia.

No obstante, asumir la cruda realidad que acontece no impide que me cause una gran tristeza ver cómo se ha alterado negativamente la vida en las escuelas e institutos. A menudo veo imágenes impensables hace unos meses: niños y niñas con mascarillas, el ritual de entrada a los centros, la distribución parcelada de las mesas de las aulas, pantallas que nos separan física y socialmente, los recreos 'tranquilos' y más aburridos, el distanciamiento del profesorado en las reuniones, el miedo y el rechazo cuando se detecta un contagio... En definitiva, necesito pensar que la pesadilla acabará y que, más pronto que tarde, volveremos a mi añorada presencialidad.

Siempre he defendido la presencialidad en la educación no universitaria. Suscribo la declaración de la Conferencia de Decanos y Decanas de la Educación que recientemente decía: «Con un ordenador se puede trasmitir información, pero es más difícil personalizar el aprendizaje. Podemos trasformar el comedor de una casa en un aula, pero faltaría el elemento fundamental: los compañeros y compañeras de clase. Una videoconferencia permite trabajar unos contenidos, pero no puede sustituir el trato directo, los momentos empáticos y la afectividad del formador... En un aula, hay creencias, sentimientos, afectos... que son más fáciles de expresar presencialmente que a través de una pantalla».

Creo –con muchos– que la presencialidad es un elemento insustituible en la educación y que, cuando las circunstancias lo permitan, deberíamos recuperarla cuanto antes. Ahora bien, mi defensa de la educación presencial no implica que esté en contra del uso de las herramientas telemáticas en la enseñanza. Nada más lejos de lo que pienso.

Censurar el uso de dichos recursos –incluso, en una situación de presencialidad– supone una autolimitación absurda. Bien usados, pueden ser útiles para el proceso de enseñanza/ aprendizaje, con o sin pandemia. Y decir una utilización adecuada supone tener presentes las aportaciones tan interesantes realizadas al respecto en la investigación e innovación educativas. Pero una cosa es usar estas herramientas y otra es defender la enseñanza no presencial (sobre todo, en los niveles más bajos del sistema educativo).

Apostar por una enseñanza no presencial supone dificultar los procesos de socialización, de información y comunicación, de cooperación, de aprendizaje a través de la experiencia y de la indagación, de adquisición de hábitos deseables y un largo etcétera. Y, por si fuera poco, socialmente impide la conciliación personal, familiar y laboral. Comparto que situaciones excepcionales exigen medidas excepcionales. Pero la excepcionalidad de una medida temporal –que nos ha obligado a acudir a una semipresencialidad o a una enseñanza 'online'– no puede utilizarse para poner 'patas arriba' todo el sistema educativo, con el único propósito de darle 'destellos de modernidad'. Sería un disparate, entre otros motivos, porque ni el profesorado ni el alumnado ni los centros tienen condiciones para hacerlo.

Además, no se debe olvidar que la pandemia ha puesto de manifiesto que existe una gran brecha digital en nuestra sociedad, también en nuestra sociedad murciana. Hemos constatado que no todos los estudiantes disponían de herramientas informáticas ni de conexiones adecuadas para seguir sus clases. Las diferencias económicas o la ubicación geográfica han condicionado algo tan fundamental como la posibilidad de una educación de calidad. Supeditar la enseñanza y el aprendizaje a estos factores supone, de hecho, trasgredir el principio de la universalidad de la Educación.

Por lo tanto, dejando a un lado la situación excepcional que justifica la pandemia, suscribo las palabras de la Conferencia de Decanos y Decanas: Herramientas tecnológicas, sí. Formación del profesorado para usar estos recursos, por supuesto. Investigar sobre su incorporación a las aulas, cómo no... Sustitución de la presencialidad por una enseñanza no presencial en la educación obligatoria, radicalmente no. Es una ocurrencia que, en este momento, no está demostrado que mejore lo que tenemos.

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